Inteligencia
Emocional - Español...Inglés Copia
del 1995 libro "Inteligencia Emocional" de
Daniel Goleman
Tengo aquí una copia
libro que hizo famoso a Daniel Goleman y en el que
presentó la idea de inteligencia emocional al mundo. El
libro fue publicado en 1995 y ahora sabemos que hay
muchos problemas con lo que escribió Goleman. Más
adelante voy a escribir sobre estos problemas y mis
críticas de Goleman y el libro. Hasta entonces, puedes
leer mi pagina en inglés sobre Goleman y traducirlo a
español con Google, si deseas. Aqui hay un poco de mi crítica en español.
S. Hein
Argentina
Enero, 2006
EL DESAFÍO DE
ARISTÓTELES
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy
sencillo.
Pero enfadarse con la persona adecuada, en el
grado exacto, en el momento oportuno. Con el
propósito justo y del modo correcto, eso,
ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles, Ética a
Nicómaco.
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de
Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que hacen que
la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino
de regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida
Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la
cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra
de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa
entusiasta, que me obsequió con un amistoso «¡Hola!
¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos
los viajeros que subían al autobús mientras éste iba
serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la
ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos
con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día
parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le
devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente
a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una
lenta y mágica transformación. El conductor inició, en
voz alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los
viajeros, en el que iba comentando generosamente las
escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en
esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel
museo y qué decir de la película recién estrenada en
el cine de la manzana siguiente. La evidente
satisfacción que le producía hablarnos de las
múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era
contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final
de su trayecto y descendía del vehículo, parecía
haberse sacudido de encima el halo de irritación con el
que subiera y, cuando el conductor le despedía con un
«¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!», todos
respondían con una abierta sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo
durante casi veinte años. Aquel día acababa de
doctorarme en psicología, pero la psicología de
entonces prestaba poca o ninguna atención a la forma en
que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco si es que
sabía algo sobre los mecanismos de la emoción. Y,
a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el
conductor de aquel autobús era el epicentro de una
contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de
sus pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel
conductor era un conciliador nato, una especie de mago
que tenía el poder de conjurar el nerviosismo y el mal
humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y
abriendo un poco sus corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas
noticias recogidas en los periódicos de la última
semana:
En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado
de un acceso de violencia porque unos compañeros de
tercer curso le habían llamado «mocoso», vertió
pintura sobre pupitres, ordenadores e impresoras y
destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el
aparcamiento.
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente
ocurrido cuando una multitud de adolescentes se apiñaban
en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan.
El incidente, que se inició con una serie de empujones,
llevó a uno de los implicados a disparar sobre la
multitud con un revólver de calibre 38. El periodista
subraya el aumento alarmante de estas reacciones
desproporcionadas ante situaciones nimias que se
interpretan como faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los
asesinatos de menores de doce años fueron cometidos por
sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos,
los padres trataron de justificar su conducta aduciendo
que «lo único que deseaban era castigar al pequeño».
Cuya falta, la mayoría de las veces, había consistido
en una «infracción» tan grave como ponerse delante del
televisor, gritar o ensuciar los pañales.
Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio
que terminó con la vida de cinco mujeres y niñas de
origen turco mientras éstas dormían. El joven,
integrante de un grupo neonazi, trató de disculpar su
conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus
problemas con el alcohol y a su creencia de que los
culpables de su mala fortuna eran los extranjeros. Y, con
un hilo de voz apenas audible, concluyó su declaración
diciendo «Me arrepentiré toda la vida. Estoy
profundamente avergonzado de lo que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias que
hablan del aumento de la inseguridad y de la degradación
de la vida ciudadana. Fruto de una irrupción
descontrolada de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la
imagen ampliada de la creciente pérdida de control sobre
las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las
vidas de quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de
esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que,
de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un bombardeo
constante de este tipo de noticias que constituye el fiel
reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra
desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de
nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad.
Estos años constituyen la apretada crónica de la rabia
y la desesperación galopantes que bullen en la callada
soledad de unos niños cuya madre trabajadora los deja
con la televisión como única niñera, en el sufrimiento
de los niños abandonados, descuidados o que han sido
víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad
de la violencia conyugal. Este malestar emocional
también es el causante del alarmante incremento de la
depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja
tras de sí la inquietante oleada de la violencia:
escolares armados, accidentes automovilísticos que
terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus
antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso
emocional, heridas de bala y estrés postraumático son
expresiones que han llegado a formar parte del léxico
familiar de la última década, al igual que el moderno
cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen
día!» a la suspicacia del «¡Hazme tener un buen
día!».
Este libro constituye una guía para dar sentido a lo
aparentemente absurdo. En mi trabajo como psicólogo y
en la última década como periodista del New
York Times, he tenido la oportunidad de asistir a la
evolución de nuestra comprensión científica del
dominio de lo irracional. Desde esta privilegiada
posición he podido constatar la existencia de dos
tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente
calamidad de nuestra vida emocional y la otra que nos
parece brindarnos algunas soluciones sumamente
esperanzadoras.
¿POR QUÉ ESTA INVESTIGACION AHORA?
A pesar de la abundancia de malas noticias, durante la
última década hemos asistido a una eclosión sin
precedentes de investigaciones científicas sobre la
emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes ha sido
el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del
cerebro gracias a la innovadora tecnología del escáner
cerebral. Estos nuevos medios tecnológicos han desvelado
por vez primera en la historia humana uno de los
misterios más profundos: el funcionamiento exacto de esa
intrincada masa de células mientras estamos pensando,
sintiendo, imaginando o soñando.
Este aporte de datos neurobiológicos nos permite
comprender con mayor claridad que nunca la manera en que
los centros emocionales del cerebro nos incitan a la
rabia o al llanto, el modo en que sus regiones más
arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma
en que podemos canalizarlas hacia el bien o hacia el mal.
Esta comprensión desconocida hasta hace muy
poco de la actividad emocional y de sus
deficiencias pone a nuestro alcance nuevas soluciones
para remediar la crisis emocional colectiva.
Para escribir este libro he tenido que aguardar a que la
cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente
fructífera. Este conocimiento ha tardado tanto en llegar
porque, durante muchos años, la investigación ha
soslayado el papel desempeñado por los sentimientos en
la vida mental, dejando que las emociones fueran
convirtiéndose en el gran continente inexplorado de la
psicología científica. Y todo este vacío ha propiciado
la aparición de un torrente de libros de autoayuda
llenos de consejos bien intencionados, aunque basados, en
el mejor de los casos, en opiniones clínicas con muy
poco fundamento científico, si es que poseen alguno.
Pero hoy en día la ciencia se halla, por fin, en
condiciones de hablar con autoridad de las cuestiones
más apremiantes y contradictorias relativas a los
aspectos más irracionales del psiquismo y de
cartografiar, con cierta precisión, el corazón del ser
humano.
Esta tarea constituye un auténtico desafío para quienes
suscriben una visión estrecha de la inteligencia y
aseguran que el CI (CI: coeficiente o cociente
intelectual) es un dato genético que no puede ser
modificado por la experiencia vital y que el destino de
nuestras vidas se halla, en buena medida, determinado por
esta
aptitud. Pero este argumento pasa por alto una
cuestión decisiva: ¿qué cambios podemos llevar a cabo
para que a nuestros hijos les vaya bien en la vida?
¿Qué factores entran en juego, por ejemplo, cuando
personas con un elevado CI no saben qué hacer mientras
que otras, con un modesto, o incluso con un bajo CI, lo
hacen sorprendentemente bien? Mi tesis es que esta
diferencia radica con mucha frecuencia en el conjunto de
habilidades que hemos dado en llamar inteligencia
emocional, habilidades entre las que destacan el
autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la
capacidad para motivarse a uno mismo. Y todas estas
capacidades, como podremos comprobar, pueden enseñarse a
los niños, brindándoles así la oportunidad de sacar el
mejor rendimiento posible al potencial intelectual que
les haya correspondido en la lotería genética.
Más allá de esta posibilidad puede entreverse un
ineludible imperativo moral. Vivimos en una época en la
que el entramado de nuestra sociedad parece descomponerse
aceleradamente, una época en la que el egoísmo, la
violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la
bondad de nuestra vida colectiva. De ahí la importancia
de la inteligencia emocional, porque constituye el
vínculo entre los sentimientos, el carácter y los
impulsos morales. Además, existe la creciente evidencia
de que las actitudes éticas fundamentales que adoptamos
en la vida se asientan en las capacidades emocionales
subyacentes. Hay que tener en cuenta que el impulso es el
vehículo de la emoción y que la semilla de todo impulso
es un sentimiento expansivo que busca expresarse en la
acción. Podríamos decir que quienes se hallan a merced
de sus impulsos quienes carecen de
autocontrol adolecen de una deficiencia moral
porque la capacidad de controlar los impulsos constituye
el fundamento mismo de la voluntad y del carácter.
Por el mismo motivo, la raíz del altruismo radica en la
empatía, en la habilidad para comprender las emociones
de los demás y es por ello por lo que la falta de
sensibilidad hacia las necesidades o la desesperación
ajenas es una muestra patente de falta de consideración.
Y si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo
necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo.
NUESTRO VIAJE
El presente libro constituye una guía para conocer todas
esas visiones científicas sobre la emoción, un viaje
cuyo objetivo es proporcionarnos una mejor comprensión
de una de las facetas más desconcertantes de nuestra
vida y del mundo que nos rodea.
La meta de nuestro viaje consiste en llegar a comprender
el significado y el modo de dotar de
inteligencia a la emoción, una comprensión que, en sí
misma, puede servirnos de gran ayuda, porque el hecho de
tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede
tener un efecto similar al que provoca un observador en
el mundo de la física cuántica, es decir, transformar
el objeto de observación.
Nuestro viaje se inicia en la primera parte con una
revisión de los descubrimientos más recientes sobre la
arquitectura emocional del cerebro que nos explica una de
las coyunturas más desconcertantes de nuestra vida,
aquélla en que nuestra razón se ve desbordada por el
sentimiento. Llegar a comprender la interacción de las
diferentes estructuras cerebrales que gobiernan nuestras
iras y nuestros temores o nuestras pasiones y
nuestras alegrías puede enseñarnos mucho sobre la
forma en que aprendemos los hábitos emocionales que
socavan nuestras mejores intenciones, así como también
puede mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar
los impulsos emocionales más destructivos y frustrantes.
Y, lo que es aún más importante, todos estos datos
neurológicos dejan una puerta abierta a la posibilidad
de modelar los hábitos emocionales de nuestros hijos.
En la segunda parte, la siguiente parada importante de
nuestro recorrido, examinaremos el papel que desempeñan
los datos neurológicos en esa aptitud vital básica que
denominamos inteligencia emoc ional, esa disposición que
nos permite, por ejemplo, tomar las riendas de nuestros
impulsos emocionales, comprender los sentimientos más
profundos de nuestros semejantes, manejar amablemente
nuestras relaciones o desarrollar lo que Aristóteles
denominara la infrecuente capacidad de «enfadarse con la
persona adecuada, en el grado exacto, en el momento
oportuno, con el propósito justo y del modo correcto».
(Aquellos lectores que no se sientan atraídos por los
detalles neurológicos tal vez quieran comenzar el libro
directamente por este capítulo).
Este modelo ampliado de lo que significa «ser
inteligente» otorga a las emociones un papel central en
el conjunto de aptitudes necesarias para vivir. En la
tercera parte examinamos algunas de las diferencias
fundamentales originadas por este tipo de aptitudes:
cómo pueden ayudarnos, por ejemplo, a cuidar nuestras
relaciones más preciadas o cómo, por el contrario, su
ausencia puede llegar a destruirlas; cómo las fuerzas
económicas que modelan nuestra vida laboral están
poniendo un énfasis sin precedentes en estimular la
inteligencia emocional para alcanzar el éxito laboral;
cómo las emociones tóxicas pueden llegar a ser tan
peligrosas para nuestra salud física como fumar
varios paquetes de tabaco al día y cómo, por último,
el equilibrio emocional contribuye, por el contrario, a
proteger nuestra salud y nuestro bienestar.
La herencia genética nos ha dotado de un bagaje
emocional que determina nuestro temperamento, pero los
circuitos cerebrales implicados en la actividad emocional
son tan extraordinariamente maleables que no podemos
afirmar que el carácter determine nuestro destino. Como
muestra la cuarta parte de nuestro libro, las lecciones
emocionales que aprendimos en casa y en la escuela
durante la niñez modelan estos circuitos emocionales
tornándonos más aptos o más ineptos en el
manejo de los principios que rigen la inteligencia
emocional. En este sentido, la infancia y la adolescencia
constituyen una auténtica oportunidad para asimilar los
hábitos emocionales fundamentales que gobernarán el
resto de nuestras vidas.
La quinta parte explora cuál es la suerte que aguarda a
aquellas personas que, en su camino hacia la madurez, no
logran controlar su mundo emocional y de qué modo las
deficiencias de la inteligencia emocional aumentan el
abanico de posibles riesgos, riesgos que van desde la
depresión hasta una vida llena de violencia, pasando por
los trastornos alimentarios y el abuso de las drogas.
Esta parte también documenta extensamente los esfuerzos
realizados en este sentido por ciertas escuelas pioneras
que se dedican a enseñar a los niños las habilidades
emocionales y sociales necesarias para mantener
encarriladas sus vidas.
El conjunto de datos más inquietantes de todo el libro
tal vez sea el que nos habla de la investigación llevada
a cabo entre padres y profesores y que demuestra el
aumento de la tendencia en la presente generación
infantil al aislamiento, la depresión, la ira, la falta
de disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la
impulsividad y la agresividad, un aumento, en suma, de
los problemas emocionales.
Si existe una solución, ésta debe pasar necesariamente,
en mi opinión, por la forma en que preparamos a nuestros
jóvenes para la vida. En la actualidad dejamos al azar
la educación emocional de nuestros hijos con
consecuencias más que desastrosas. Como ya he dicho, una
posible solución consistiría en forjar una nueva
visión acerca del papel que deben desempeñar las
escuelas en la educación integral del estudiante,
reconciliando en las aulas a la mente y al corazón.
Nuestro viaje concluye con una visita a algunas escuelas
innovadoras que tratan de enseñar a los niños los
principios fundamentales de la inteligencia emocional.
Quisiera imaginar que, algún día, la educación
incluirá en su programa de estudios la enseñanza de
habilidades tan esencialmente humanas como el
autoconocimiento, el autocontrol, la empatía y el arte
de escuchar, resolver conflictos y colaborar con los
demás.
En su Ética a Nicómaco. Aristóteles realiza una
indagación filosófica sobre la virtud, el carácter y
la felicidad, desafiándonos a gobernar inteligentemente
nuestra vida emocional. Nuestras pasiones pueden abocar
al fracaso con suma facilidad y. de hecho, así ocurre en
multitud de ocasiones; pero cuando se hallan bien
adiestradas, nos proporcionan sabiduría y sirven de
guía a nuestros pensamientos, valores y supervivencia.
Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en
las emociones en sí sino en su conveniencia y en la
oportunidad de su expresión. La cuestión esencial es:
¿de qué modo podremos aportar más inteligencia a
nuestras emociones, más civismo a nuestras calles y más
afecto a nuestra vida social?
Chapter 1
PARTE I
EL CEREBRO EMOCIONAL
1. ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMOCIONES?
Sólo se puede ver
correctamente con el corazón; lo
esencial permanece invisible para el ojo.
Antoine de
Saint-Exupéry, El principito
Ahora, los últimos momentos de las vidas de Gary y
Mary Jane Chauncey, un matrimonio completamente entregado
a Andrea, su hija de once años, a quien una parálisis
cerebral terminó confinando a una silla de ruedas. Los
Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a
un río de la región pantanosa de Louisiana después de
que una barcaza chocara contra el puente del ferrocarril
y lo semidestruyera. Pensando exclusivamente en su hija
Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla
mientras el tren iba sumergiéndose en el agua y se las
arreglaron, de algún modo, para sacarla a través de una
ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de
rescate. Instantes después, el vagón terminó
sumergiéndose en las profundidades y ambos perecieron.
La historia de Andrea, la historia de unos padres cuyo
postrero acto de heroísmo fue el de garantizar la
supervivencia de su hija, refleja unos instantes de un
valor casi épico. No cabe la menor duda de que este tipo
de episodios se habrá repetido en innumerables ocasiones
a lo largo de la prehistoria y la historia de la
humanidad, por no mencionar las veces que habrá ocurrido
algo similar en el dilatado curso de la evolución. Desde
el punto de vista de la biología evolucionista, la
autoinmolación parental está al servicio del «éxito
reproductivo» que supone transmitir los genes a las
generaciones futuras, pero considerado desde la
perspectiva de unos padres que deben tomar una decisión
desesperada en una situación limite, no existe más
motivación que el amor.
Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite
comprender el poder y el objetivo de las emociones,
constituye un testimonio claro del papel desempeñado por
el amor altruista y por cualquier otra emoción que
sintamos en la vida de los seres humanos. De hecho,
nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros
anhelos más profundos constituyen puntos de referencia
ineludibles y nuestra especie debe gran parte de su
existencia a la decisiva influencia de las emociones en
los asuntos humanos. El poder de las emociones es
extraordinario, sólo un amor poderoso la urgencia
por salvar al hijo amado, por ejemplo puede llevar
a unos padres a ir más allá de su propio instinto de
supervivencia individual. Desde el punto de vista del
intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente
irracional pero, visto desde el corazón, constituye la
única elección posible.
Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al
relevante papel que la evolución ha asignado a las
emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la
preponderancia del corazón sobre la cabeza en los
momentos realmente cruciales. Son las emociones
afirman las que nos permiten afrontar
situaciones demasiado difíciles el riesgo, las
pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un
objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de
pareja, la creación de una familia, etcétera como
para ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada
emoción nos predispone de un modo diferente a la
acción; cada una de ellas nos señala una dirección
que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los
innumerables desafíos a que se ha visto sometida la
existencia humana. En este sentido, nuestro bagaje
emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia
y esta importancia se ve confirmada por el hecho de que
las emociones han terminado integrándose en el sistema
nervioso en forma de tendencias innatas y automáticas de
nuestro corazón.
Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslaye
el poder de las emociones pecará de una lamentable
miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que
nos ofrece la ciencia sobre el papel desempeñado por las
emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo
sapiens la especie pensante resulta un tanto
equivoco. Todos sabemos por experiencia propia que
nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto
y a veces más de nuestros sentimientos como
de nuestros pensamientos. Hemos sobrevalorado la
importancia de los aspectos puramente racionales (de todo
lo que mide el CI) para la existencia humana pero, para
bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos
arrastrados por las emociones, nuestra inteligencia se ve
francamente desbordada.
CUANDO LA PASION DESBORDA A LA RAZON
Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una niña de
catorce años, quería gastar una broma a sus padres y se
ocultó dentro de un armario para asustarles cuando
éstos, después de visitar a unos amigos, volvieran a
casa pasada la medianoche.
Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que Matilda iba a
pasar la noche en casa de una amiga. Por ello cuando, al
regresar a su hogar, oyeron ruidos. Crabtree no dudó en
coger su pistola, dirigirse al dormitorio de Matilda para
averiguar lo que ocurría y dispararle a bocajarro en el
cuello apenas ésta salió gritando por sorpresa del
interior del armario. Doce horas más tarde, Matilda
Crabtree fallecía. El miedo que nos lleva a proteger del
peligro a nuestra familia constituye uno de los legados
emocionales con que nos ha dotado la evolución. El miedo
fue precisamente el que empujó a Bobby Crabtree a coger
su pistola y buscar al intruso que creía que merodeaba
por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también el que
le llevó a disparar antes de que pudiera percatarse de
cuál era el blanco, antes incluso de que pudiera
reconocer la voz de su propia hija. Según afirman los
biólogos evolucionistas, este tipo de reacciones
automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro
sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida
durante un periodo largo y decisivo de la prehistoria
humana y, más importante todavía, porque cumplió con
la principal tarea de la evolución, perpetuar las mismas
predisposiciones genéticas en la progenie. Sin embargo,
a la vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los
Crabtree, todo esto no deja de ser una triste ironía.
Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias a
lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades que
nos presenta la civilización moderna surgen a una
velocidad tal que deja atrás al lento paso de la
evolución. Las primeras leyes y códigos éticos -el
código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo
Testamento o los edictos del emperador Ashoka deben
considerarse como intentos de refrenar, someter y
domesticar la vida emocional puesto que, como ya
explicaba Freud en El malestar de la cultura, la sociedad
se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas
a contener la desbordante marea de los excesos
emocionales que brotan del interior del individuo.
No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas
por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en
tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza
humana cuyo origen se asienta en la arquitectura misma de
nuestra vida mental. El diseño biológico de los
circuitos nerviosos emocionales básicos con el que
nacemos no lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil
generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y
deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando
nuestra vida emocional han tardado cerca de un millón de
años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los
últimos diez mil a pesar de haber asistido a una
vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la
población humana desde cinco hasta cinco mil millones de
personas han tenido una escasa repercusión en las
pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional.
Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras
reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son
el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o
de nuestra historia personal, sino que también parecen
arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y ello
implica necesariamente la presencia de ciertas tendencias
que, en algunas ocasiones como ocurrió, por
ejemplo, en el lamentable incidente acaecido en el hogar
de los Crabtree, pueden resultar ciertamente
trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma, nos vemos
obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo
postmoderno con recursos emocionales adaptados a las
necesidades del pleistoceno. Éste, precisamente, es el
tema fundamental sobre el que versa nuestro libro.
Impulsos para la acción
Un día de comienzos de primavera, yo me hallaba
atravesando un puerto de montaña de una carretera de
Colorado cuando, de pronto, mi vehículo se vio atrapado
en una ventisca. La cegadora blancura del remolino de
nieve era tal que, por más que entornara la mirada, no
podía ver absolutamente nada. Disminuí entonces la
velocidad mientras la ansiedad se apoderaba de mi cuerpo
y podía escuchar con claridad los latidos de mi
corazón.
Pero la ansiedad terminó convirtiéndose en miedo y
entonces detuve mi coche a un lado de la calzada
dispuesto a esperar a que amainase la tormenta. Media
hora más tarde dejó de nevar, la visibilidad volvió y
pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de metros
más abajo, sin embargo, me vi obligado a detenerme de
nuevo porque dos vehículos que habían colisionado
bloqueaban la carretera mientras el equipo de una
ambulancia auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber
seguido adelante en medio de la tormenta, es muy probable
que yo también hubiera chocado con ellos.
Tal vez aquel día el miedo me salvara la vida. Como
un conejo paralizado de terror ante las huellas de un
zorro o como un protomamifero ocultándose de la
mirada de un dinosaurio me vi arrastrado por un
estado interior que me obligó a detenerme, prestar
atención y tomar conciencia de la proximidad del
peligro.
Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos
llevan a actuar, programas de reacción automática con
los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz
etimológica de la palabra emoción proviene del verbo
latino movere (que significa «moverse») más el prefijo
«e-», significando algo así como «movimiento hacia»
y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay
implícita una tendencia a la acción. Basta con observar
a los niños o a los animales para darnos cuenta de que
las emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo
«civilizado» de los adultos en donde nos encontramos
con esa extraña anomalía del reino animal en la que las
emociones los impulsos básicos que nos incitan a
actuar parecen hallarse divorciadas de las
reacciones.
La distinta impronta biológica propia de cada emoción
evidencia que cada una de ellas desempeña un papel
único en nuestro repertorio emocional (véase el
apéndice A para mayores detalles sobre las emociones
«básicas»). La aparición de nuevos métodos para
profundizar en el estudio del cuerpo y del cerebro
confirma cada vez con mayor detalle la forma en que cada
emoción predispone al cuerpo a un tipo diferente de
respuesta.
El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos,
haciendo más fácil empuñar un arma o golpear a un
enemigo; también aumenta el ritmo cardiaco y la tasa de
hormonas que, como la adrenalina, generan la cantidad de
energía necesaria para acometer acciones vigorosas.
En el caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo
que explica la palidez y la sensación de «quedarse
frío») y fluye a la musculatura esquelética larga
como las piernas, por ejemplo- favoreciendo así la
huida. Al mismo tiempo, el cuerpo parece paralizarse,
aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal vez, si
el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más
adecuada. Las conexiones nerviosas de los centros
emocionales del cerebro desencadenan también una
respuesta hormonal que pone al cuerpo en estado de alerta
general, sumiéndolo en la inquietud y predisponiéndolo
para la acción, mientras la atención se fija en la
amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más
apropiada.
Uno de los principales cambios biológicos producidos por
la felicidad consiste en el aumento en la actividad de un
centro cerebral que se encarga de inhibir los
sentimientos negativos y de aquietar los estados que
generan preocupación, al mismo tiempo que aumenta el
caudal de energía disponible. En este caso no hay un
cambio fisiológico especial salvo, quizás, una
sensación de tranquilidad que hace que el cuerpo se
recupere más rápidamente de la excitación biológica
provocada por las emociones perturbadoras. Esta
condición proporciona al cuerpo un reposo, un entusiasmo
y una disponibilidad para afrontar cualquier tarea que se
esté llevando a cabo y fomentar también, de este modo,
la consecución de una amplia variedad de objetivos.
El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción
sexual activan el sistema nervioso parasimpático (el
opuesto fisiológico de la respuesta de «lucha-o-huida»
propia del miedo y de la ira).
La pauta de reacción parasimpática ligada a la
«respuesta de relajación» engloba un amplio
conjunto de reacciones que implican a todo el cuerpo y
que dan lugar a un estado de calma y satisfacción que
favorece la convivencia.
El arqueo de las cejas que aparece en los momentos de
sorpresa aumenta el campo visual y permite que penetre
más luz en la retina, lo cual nos proporciona más
información sobre el acontecimiento inesperado,
facilitando así el descubrimiento de lo que realmente
ocurre y permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan
de acción más adecuado.
El gesto que expresa desagrado parece ser universal y
transmite el mensaje de que algo resulta literal o
metafóricamente repulsivo para el gusto o para el
olfato. La expresión facial de disgusto ladeando
el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz
sugiere, como observaba Darwin, un intento primordial de
cerrar las fosas nasales para evitar un olor nauseabundo
o para expulsar un alimento tóxico.
La principal función de la tristeza consiste en
ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la
muerte de un ser querido o un gran desengaño). La
tristeza provoca la disminución de la energía y del
entusiasmo por las actividades vitales
especialmente las diversiones y los placeres
y, cuanto más se profundiza y se acerca a la depresión,
más se enlentece el metabolismo corporal. Este encierro
introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar
una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus
consecuencias y planificar, cuando la energía retorna,
un nuevo comienzo. Esta disminución de la energía debe
haber mantenido tristes y apesadumbrados a los primitivos
seres humanos en las proximidades de su hábitat, donde
más seguros se encontraban.
Estas predisposiciones biológicas a la acción son
modeladas posteriormente por nuestras experiencias
vitales y por el medio cultural en que nos ha tocado
vivir. La pérdi da de un ser querido. por ejemplo,
provoca universalmente tristeza y aflicción, pero la
forma en que expresamos esa aflicción -el tipo de
emociones que expresamos o que guardamos en la
intimidad es moldeada por nuestra cultura, como
también lo es, por ejemplo, el tipo concreto de personas
que entran en la categoría de «seres queridos» y que,
por tanto, deben ser llorados.
El largo período evolutivo durante el cual fueron
moldeándose estas respuestas fue, sin duda, el más
crudo que ha experimentado la especie humana desde la
aurora de la historia. Fue un tiempo en el que muy pocos
niños lograban sobrevivir a la infancia, un tiempo en el
que menos adultos todavía llegaban a cumplir los treinta
años, un tiempo en el que los depredadores podían
atacar en cualquier momento, un tiempo, en suma, en el
que la supervivencia o la muerte por inanición
dependían del umbral impuesto por la alternancia entre
sequías e inundaciones. Con la invención de la
agricultura, no obstante, las probabilidades de
supervivencia aumentaron radicalmente aun en las
sociedades humanas más rudimentarias. En los últimos
diez mil años, estos avances se han consolidado y
difundido por todo el mundo al mismo tiempo que las
brutales presiones que pesaban sobre la especie humana
han disminuido considerablemente.
Estas mismas presiones son las que terminaron
convirtiendo a nuestras respuestas emocionales en un
eficaz instrumento de supervivencia pero, en la medida en
que han ido desapareciendo, nuestro repertorio emocional
ha ido quedando obsoleto. Si bien, en un pasado remoto,
un ataque de rabia podía suponer la diferencia entre la
vida y la muerte, la facilidad con la que, hoy en día,
un niño de trece años puede acceder a una amplia gama
de armas de fuego ha terminado convirtiendo a la rabia en
una reacción frecuentemente desastrosa.
Nuestras dos mentes
Una amiga estuvo hablándome de su divorcio, un doloroso
proceso de separación. Su marido se había enamorado de
una compañera de trabajo y un buen día le anunció que
quería irse a vivir con ella. A aquel momento siguieron
meses de amargos altercados con respecto al hogar
conyugal, el dinero y la custodia de los hijos. Ahora,
pocos meses más tarde, me hablaba de su autonomía y de
su felicidad. «Ya no pienso en él decía, con los
ojos humedecidos por las lágrimas eso es algo que
ha dejado de preocuparme.» El instante en que sus ojos
se humedecieron podía perfectamente haber pasado
inadvertido para mí, pero la comprensión empática (un
acto de la mente emocional) de sus ojos húmedos me
permitió, más allá de las palabras (un acto de la
mente racional), percatarme claramente de su evidente
tristeza como si estuviera leyendo un libro abierto.
En un sentido muy real, todos nosotros tenemos dos
mentes, una mente que piensa y otra mente que siente, y
estas dos formas fundamentales de conocimiento
interactúan para construir nuestra vida mental. Una de
ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión
de la que solemos ser conscientes, más despierta, más
pensativa, más capaz de ponderar y de reflexionar. El
otro tipo de conocimiento, más impulsivo y más poderoso
aunque a veces ilógico, es la mente
emocional (véase el apéndice B para una descripción
más detallada de los rasgos característicos de la mente
emocional).
La dicotomía entre lo emocional y lo racional se asemeja
a la distinción popular existente entre el «corazón»
y la «cabeza». Saber que algo es cierto «en nuestro
corazón» pertenece a un orden de convicción distinto
de algún modo, un tipo de certeza más
profundo que pensarlo con la mente racional. Existe
una proporcionalidad constante entre el control emocional
y el control racional sobre la mente ya que, cuanto más
intenso es el sentimiento, más dominante llega a ser la
mente emocional.., y más ineficaz, en consecuencia, la
mente racional. Ésta es una configuración que parece
derivarse de la ventaja evolutiva que supuso disponer,
durante incontables ocasiones, de emociones e intuiciones
que guiaran nuestras respuestas inmediatas frente a
aquellas situaciones que ponían en peligro nuestra vida,
situaciones en las que detenernos a pensar en la
reacción más adecuada podía tener consecuencias
francamente desastrosas.
La mayor parte del tiempo, estas dos mentes la
mente emocional y la mente racional operan en
estrecha colaboración, entrelazando sus distintas formas
de conocimiento para guiarnos adecuadamente a través del
mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente
emocional y la mente racional, un equilibrio en el que la
emoción alimenta y da forma a las operaciones de la
mente racional y la mente racional ajusta y a veces
censura las entradas procedentes de las emociones. En
todo caso, sin embargo, la mente emocional y la mente
racional constituyen, como veremos, dos facultades
relativamente independientes que reflejan el
funcionamiento de circuitos cerebrales distintos aunque
interrelacionados. En muchísimas ocasiones, pues, estas
dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los
sentimientos son esenciales para el pensamiento y lo
mismo ocurre a la inversa.
Pero, cuando aparecen las pasiones, el equilibrio se
rompe y la mente emocional desborda y secuestra a la
mente racional.
Erasmo, el humanista del siglo XVI, describió
irónicamente del siguiente modo esta tensión perenne
entre la razón y la emoción:
«Júpiter confiere mucha más pasión que razón, en una
proporción aproximada de veinticuatro a uno. El ha
erigido dos irritables tiranos para oponerse al poder
solitario de la razón: la ira y la lujuria. La vida
ordinaria del hombre evidencia claramente la impotencia
de la razón para oponerse a las fuerzas combinadas de
estos dos tiranos. Ante ela, la razón hace lo único que
puede, repetir fórmulas virtuosas, mientras que las
otras dos se desgañitan, de un modo cada vez más
ruidoso y agresivo, exhortando a la razón a seguirlas
hasta que finalmente ésta, agotada, se rinde y se
entrega.»
EL DESARROLLO DEL CEREBRO
Para comprender mejor el gran poder de las emociones
sobre la mente pensante y la causa del frecuente
conflicto existente entre los sentimientos y la
razón consideraremos ahora la forma en que ha
evolucionado el cerebro. El cerebro del ser humano, ese
kilo y pico de células y jugos neurales, tiene un
tamaño unas tres veces superior al de nuestros primos
evolutivos, los primates no humanos. A lo largo de
millones de años de evolución, el cerebro ha ido
creciendo desde abajo hacia arriba, por así decirlo, y
los centros superiores constituyen derivaciones de los
centros inferiores más antiguos (un desarrollo evolutivo
que se repite, por cierto, en el cerebro de cada embrión
humano).
La región más primitiva del cerebro, una región que
compartimos con todas aquellas especies que sólo
disponen de un rudimentario sistema nervioso, es el tallo
encefálico, que se halla en la parte superior de la
médula espinal. Este cerebro rudimentario regula las
funciones vitales básicas, como la respiración, el
metabolismo de los otros órganos corporales y las
reacciones y movimientos automáticos. Mal podríamos
decir que este cerebro primitivo piense o aprenda porque
se trata simplemente de un conjunto de reguladores
programados para mantener el funcionamiento del cuerpo y
asegurar la supervivencia del individuo. Éste es el
cerebro propio de la Edad de los Reptiles, una época en
la que el siseo de una serpiente era la señal que
advertía la inminencia de un ataque.
De este cerebro primitivo el tallo
encefálico emergieron los centros emocionales que,
millones de años más tarde, dieron lugar al cerebro
pensante o «neocórtex» ese gran bulbo de
tejidos replegados sobre sí que configuran el estrato
superior del sistema nervioso. El hecho de que el cerebro
emocional sea muy anterior al racional y que éste sea
una derivación de aquél, revela con claridad las
auténticas relaciones existentes entre el pensamiento y
el sentimiento.
La raíz más primitiva de nuestra vida emocional radica
en el sentido del olfato o, más precisamente, en el
lóbulo olfatorio, ese conglomerado celular que se ocupa
de registrar y analizar los olores. En aquellos tiempos
remotos el olfato fue un órgano sensorial clave para la
supervivencia, porque cada entidad viva, ya sea alimento,
veneno, pareja sexual, predador o presa, posee una
identificación molecular característica que puede ser
transportada por el viento.
A partir del lóbulo olfatorio comenzaron a desarrollarse
los centros más antiguos de la vida emocional, que luego
fueron evolucionando hasta terminar recubriendo por
completo la parte superior del tallo encefálico. En esos
estadios rudimentarios, el centro olfatorio estaba
compuesto de unos pocos estratos neuronales
especializados en analizar los olores. Un estrato celular
se encargaba de registrar el olor y de clasificarlo en
unas pocas categorías relevantes (comestible, tóxico,
sexualmente disponible, enemigo o alimento) y un segundo
estrato enviaba respuestas reflejas a través del sistema
nervioso ordenando al cuerpo las acciones que debía
llevar a cabo (comer, vomitar, aproximarse, escapar o
cazar).
Con la aparición de los primeros mamíferos emergieron
también nuevos estratos fundamentales en el cerebro
emocional. Estos estratos rodearon al tallo encefálico a
modo de una rosquilla en cuyo hueco se aloja el tallo
encefálico. A esta parte del cerebro que envuelve y
rodea al tallo encefálico se le denominó sistema
«límbico», un término derivado del latín limbus, que
significa «anillo». Este nuevo territorio neural
agregó las emociones propiamente dichas al repertorio de
respuestas del cerebro.
Cuando estamos atrapados por el deseo o la rabia, cuando
el amor nos enloquece o el miedo nos hace retroceder, nos
hallamos, en realidad, bajo la influencia del sistema
límbico.
La evolución del sistema límbico puso a punto dos
poderosas herramientas: el aprendizaje y la memoria, dos
avances realmente revolucionarios que permitieron ir más
allá de las reacciones automáticas predeterminadas y
afinar las respuestas para adaptarlas a las cambiantes
exigencias del medio, favoreciendo así una toma de
decisiones mucho más inteligente para la supervivencia.
Por ejemplo, si un determinado alimento conducía a la
enfermedad, la próxima vez seria posible evitarlo.
Decisiones como la de saber qué
ingerir y qué expulsar de la boca seguían todavía
determinadas por el olor y las conexiones existentes
entre el bulbo olfatorio y el sistema límbico, pero
ahora se enfrentaban a la tarea de diferenciar y
reconocer los olores, comparar el olor presente con los
olores pasados y discriminar lo bueno de lo malo, una
tarea llevada a cabo por el «rinencéfalo» que
literalmente significa «el cerebro nasal» una
parte del circuito limbico que constituye la base
rudimentaria del neocórtex, el cerebro pensante.
Hace unos cien millones de años, el cerebro de los
mamíferos experimentó una transformación radical que
supuso otro extraordinario paso adelante en el desarrollo
del intelecto, y sobre el delgado córtex de dos estratos
se asentaron los nuevos estratos de células cerebrales
que terminaron configurando el neocórtex (la región que
planifica, comprende lo que se siente y coordina los
movimientos).
El neocórtex del Homo sapiens, mucho mayor que el de
cualquier otra especie, ha traído consigo todo lo que es
característicamente humano. El neocórtex es el asiento
del pensamiento y de los centros que integran y procesan
los datos registrados por los sentidos. Y también
agregó al sentimiento nuestra reflexión sobre él y nos
permitió tener sentimientos sobre las ideas, el arte,
los símbolos y las imágenes.
A lo largo de la evolución, el neocórtex permitió un
ajuste fino que sin duda habría de suponer una enorme
ventaja en la capacidad del individuo para superar las
adversidades, haciendo más probable la transmisión a la
descendencia de los genes que contenían la misma
configuración neuronal. La supervivencia de nuestra
especie debe mucho al talento del neocórtex para la
estrategia, la planificación a largo plazo y otras
estrategias mentales, y de él proceden también sus
frutos más maduros: el arte, la civilización y la
cultura.
Este nuevo estrato cerebral permitió comenzar a matizar
la vida emocional. Tomemos, por ejemplo, el amor. Las
estructuras límbicas generan sentimientos de placer y de
deseo sexual (las emociones que alimentan la pasión
sexual) pero la aparición del neocórtex y de sus
conexiones con el sistema limbico permitió el
establecimiento del vinculo entre la madre y el hijo,
fundamento de la unidad familiar y del compromiso a largo
plazo de criar a los hijos que posibilita el desarrollo
del ser humano. En las especies carentes de neocórtex
como los reptiles, por ejemplo el afecto
materno no existe y los recién nacidos deben ocultarse
para evitar ser devorados por la madre. En el ser humano,
en cambio, los vínculos protectores entre padres e hijos
permiten disponer de un proceso de maduración que
perdura toda la infancia, un proceso durante el cual el
cerebro sigue desarrollándose.
A medida que ascendemos en la escala filogenética que
conduce de los reptiles al mono rhesus y, desde ahí,
hasta el ser humano, aumenta la masa neta del neocórtex,
un incremento que supone también una progresión
geométrica en el número de interconexiones neuronales.
Y además hay que tener en cuenta que, cuanto mayor es el
número de tales conexiones, mayor es también la
variedad de respuestas posibles. El neocórtex permite,
pues, un aumento de la sutileza y la complejidad de la
vida emocional como, por ejemplo, tener sentimientos
sobre nuestros sentimientos. El número de
interconexiones existentes entre el sistema límbico y el
neocórtex es superior en el caso de los primates al del
resto de las especies, e infinitamente superior todavía
en el caso de los seres humanos; un dato que explica el
motivo por el cual somos capaces de desplegar un abanico
mucho más amplio de reacciones y de matices
ante nuestras emociones. Mientras que el conejo o el mono
rhesus sólo dispone de un conjunto muy restringido de
respuestas posibles ante el miedo, el neocórtex del ser
humano, por su parte, permite un abanico de respuestas
mucho más maleable, en el que cabe incluso llamar al
911. Cuanto más complejo es el sistema social, más
fundamental resulta esta flexibilidad; y no hay mundo
social más complejo que el del ser humano. Pero el
hecho es que estos centros superiores no gobiernan la
totalidad de la vida emocional porque, en los asuntos
decisivos del corazón y, más especialmente, en
las situaciones emocionalmente críticas, bien
podríamos decir que delegan su cometido en el sistema
limbico. Las ramificaciones nerviosas que extendieron el
alcance de la zona limbica son tantas, que el cerebro
emocional sigue desempeñando un papel fundamental en la
arquitectura de nuestro sistema nervioso. La región
emocional es el sustrato en el que creció y se
desarrolló nuestro nuevo cerebro pensante y sigue
estando estrechamente vinculada con él por miles de
circuitos neuronales. Esto es precisamente lo que
confiere a los centros de la emoción un poder
extraordinario para influir en el funcionamiento global
del cerebro (incluyendo, por cierto, a los centros del
pensamiento).
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