Capitulo 1
IInteligencia Emocional
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11. LA MENTE Y LA MEDICINA
¿, Quién le enseñó eso, doctor?
El sufrimiento respondió en seguida el médico.Albert Camus, La peste
Un ligero dolor en la ingle me obligó a visitar al médico.
Todo parecía muy normal hasta que el análisis de orina reveló
la presencia de rastros de sangre.
Quisiera que fuera al hospital a que le hicieran una
citología renal me comentó el doctor, con tono distante.
No recuerdo nada de lo que dijo a continuación porque mí mente
pareció quedarse atrapada en la palabra citología... ¡cáncer!
Sólo tengo un recuerdo muy vago de lo que me dijo acerca del
día y el lugar en que debía hacerme la prueba. Y, aunque se
trataba de unas indicaciones muy sencillas, tuvo que
repetírmelas tres o cuatro veces porque mi mente parecía
resistirse a olvidar la palabra citología y me sentía como si
me acabaran de atracar frente a la puerta de mi propia casa.
Pero ¿de dónde provenía una reacción tan desproporcionada?
El médico se había limitado a hacer su trabajo tratando de
rastrear todas las posibles ramificaciones que le permitieran
emitir un buen diagnóstico. Poco importaba, en aquel momento,
que la probabilidad racional de padecer cáncer fuera mínima,
porque el reino de la enfermedad está dominado por la emoción y
por el miedo. Nuestra fragilidad emocional ante la enfermedad se
asienta en la creencia de que somos invulnerables, una creencia
que la enfermedad -especialmente la enfermedad grave hace
añicos, destruyendo así la seguridad e invulnerabilidad de
nuestro universo privado y volviéndonos súbitamente débiles,
desamparados e indefensos.
El problema estriba en que el personal sanitario se ocupa de las
dolencias físicas pero suele descuidar las reacciones
emocionales de sus pacientes. Y esta falta de atención hacia la
realidad emocional del enfermo soslaya la creciente evidencia que
demuestra el papel fundamental que desempeña el estado emocional
en la vulnerabilidad a la enfermedad y en la prontitud del
proceso de recuperación. Lamentablemente, sin embargo, la
atención médica moderna no suele caracterizarse por ser
emocionalmente muy inteligente.
El hecho es que la entrevista con una enfermera o con un médico
debería ser una oportunidad para obtener una información
tranquilizadora, amable y afectuosa y no, como suele ocurrir, una
invitación a la desesperanza. No es infrecuente que los
profesionales clínicos tengan demasiada prisa o se muestren
indiferentes ante la angustia de sus pacientes. A decir verdad,
también hay enfermeras y médicos compasivos que dedican tiempo
a tranquilizar, informar y medicar de la manera adecuada, pero la
tendencia general parece abocarnos a un universo profesional en
el que los imperativos institucionales transforman al personal
sanitario en alguien demasiado indiferente a la vulnerabilidad de
sus pacientes o demasiado presionado como para poder hacer algo
al respecto. Y, si tenemos en cuenta la cruda realidad de un
sistema sanitario cada vez más mediatizado por las cuestiones
económicas, no parece que las cosas vayan a mejorar.
Más allá de las motivaciones humanitarias de que la labor del
médico consiste tanto en cuidar como en curar, existen otras
importantes razones que nos inducen a pensar que la realidad
psicológica y sociológica de los pacientes compete también al
dominio de la medicina. Existen pruebas claras de que la eficacia
preventiva y curativa de la medicina podría verse potenciada si
no se limitara a la condición clínica de los pacientes sino que
tuviera también en cuenta su estado emocional. Obviamente, esto
no es aplicable a todos los individuos y a todas las condiciones,
pero el análisis de los datos procedentes de miles de casos nos
permite afirmar hoy, sin ningún género de dudas, las ventajas
clínicas que conlleva una intervención emocional en el
tratamiento médico de las enfermedades graves.
Históricamente hablando, la medicina moderna se ha ocupado de la
curación de la enfermedad (del desorden clínico) dejando de
lado el sufrimiento (la vivencia que el paciente tiene de su
enfermedad). Los
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pacientes, por su parte, se han visto obligados a compartir este
punto de vista y a sumarse a una conspiración silenciosa que
trata de ocultar las reacciones emocionales suscitadas por la
enfermedad o a desdeñarías como algo completamente irrelevante
para el curso de la misma, una actitud que se ve reforzada,
asimismo, por un modelo médico que rechaza de pleno la idea
misma de que la mente tenga alguna influencia significativa sobre
el cuerpo.
No obstante, en el polo opuesto nos encontramos con una
ideología igualmente contraproducente, la creencia de que somos
los principales artífices de nuestras enfermedades, la creencia
de que basta con afirmar que somos felices y salmodiar una
retahíla de afirmaciones positivas para curarnos de las más
graves dolencias. Pero esta panacea retórica que magnifica la
influencia de la mente sobre la enfermedad no hace sino crear
más confusión y aumentar la sensación de culpabilidad del
paciente, como si la enfermedad fuera el testimonio palpable de
un estigma moral o de una falta de valía espiritual.
La actitud justa está entre ambos extremos. Trataré, a
continuación, de revisar la información científica disponible
para poner de relieve estas contradicciones y aclarar con más
precisión el peso de las emociones y, en consecuencia, de
la inteligencia emocional en el curso de la salud y de la
enfermedad.
«LA MENTE DEL CUERPO»: RELACIÓN ENTRE LAS EMOCIONES
Y LA SALUD
Un descubrimiento realizado en 1974 en el laboratorio de la
Facultad de Medicina y Odontología de la Universidad de
Rochester nos obligó a recomponer el mapa biológico que hasta
aquel momento teníamos sobre el cuerpo. El psicólogo Robert
Ader descubrió que, al igual que el cerebro, el sistema
inmunológico también es capaz de aprender, un hallazgo
ciertamente sorprendente porque el conocimiento médico imperante
por aquel entonces sostenía que el cerebro y el sistema nervioso
central eran los únicos capaces de adaptarse a las exigencias
del medio modificando su comportamiento. El hallazgo realizado
por Ader inauguró una investigación que permitió descubrir las
múltiples vías de comunicación existentes entre el sistema
nervioso y el sistema inmunológico, las miles de conexiones
biológicas que mantienen estrechamente relacionados la mente,
las emociones y el cuerpo.
En este experimento, Ader administró a varias ratas blancas una
medicación que iba acompañada de la ingesta de agua
edulcorada con sacarina que disminuía artificialmente la
cantidad de leucocitos T (destinados a combatir la enfermedad).
Pero Ader descubrió, no obstante, que la mera administración de
agua con sacarina sin ningún tipo, por tanto, de
medicación inhibidora seguía provocando un descenso tal
del número de células que algunas ratas terminaron enfermando y
muriendo. Este experimento demostró que el sistema inmunológico
había aprendido a responder al agua con sacarina, algo que,
según el criterio científico prevalente, carecía de todo
sentido.
Según el neurocientífico Francisco Varela, de la Escuela
Politécnica de Paris, el sistema inmunológico constituye el
«cerebro del cuerpo», el que define su sensación de identidad,
de lo que le pertenece y lo que no le pertenece. Las
células inmunológicas se desplazan por todo el cuerpo con el
torrente sanguíneo, estableciendo contacto con casi todas las
células del organismo y atacándolas cuando no las reconoce,
cumpliendo así con la función de defendernos de los virus, las
bacterias o el cáncer. Pero también puede darse el caso de que
las células inmunológicas interpreten equivocadamente el
mensaje de ciertas células del cuerpo y terminen ocasionando una
enfermedad autoinmune, como la alergia o el lupus, por ejemplo.
Hasta el día en que Ader realizó su imprevisto descubrimiento,
los fisiólogos, los médicos y hasta los biólogos consideraban
que el cerebro (con sus diferentes ramificaciones a través del
cuerpo vía sistema nervioso central) y el sistema inmunológico
eran entidades independientes y. por tanto, incapaces de
influirse mutuamente. Según los conocimientos disponibles desde
hacía un siglo, no existía ningún tipo de comunicación entre
los centros cerebrales que controlan el sabor y aquellas regiones
de la médula ósea encargadas de la fabricación de leucocitos.
En los años transcurridos desde entonces, el modesto
descubrimiento realizado por Ader ha obligado a cambiar
radicalmente nuestro criterio sobre las relaciones existentes
entre el sistema inmunológico y el sistema nervioso central,
dando origen a una nueva ciencia, la psiconeuroinmunologia (o
PNI), actualmente en la vanguardia de la medicina. El mismo
nombre de esta nueva ciencia da cuenta del vinculo existente
entre la «mente» (psico), el sistema neuroendocrino (neuro)
que subsume el sistema nervioso y el sistema hormonal
y el término inmunología, que se refiere, obviamente, al
sistema inmunológico.
A partir de entonces, una serie de investigadores ha descubierto
que los mensajeros químicos más activos, tanto en el cerebro
como en el sistema inmunológico, se concentran en las regiones
nerviosas encargadas del control de las emociones? David Felten,
colega de Ader, nos ha proporcionado algunas de las pruebas más
concluyentes a favor de la existencia de un vinculo fisiológico
directo entre las emociones y el
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sistema inmunológico. Felten comenzó observando que las
emociones tienen un efecto muy poderoso sobre el sistema nervioso
autónomo (encargado, entre otras cosas, de regular la cantidad
de insulina liberada en la sangre y la tensión arterial).
Trabajando con su esposa Suzanne y otros colegas, Felten logró
determinar el lugar concreto en el que, por decirlo así, el
sistema nervioso se comunica directamente con los linfocitos y
las células macrófagas del sistema inmunológico. En sus
observaciones realizadas con el microscopio electrónico, Felten
descubrió también la existencia de conexiones directas entre
las terminaciones nerviosas del sistema nervioso autónomo y las
células del sistema inmunológico. Este punto físico de
contacto permite a las células nerviosas liberar los
neurotransmisores que regulan la actividad de las células
inmunológicas (aunque, en realidad, la comunicación se
establece en ambos sent idos), un hallazgo ciertamente
revolucionario porque hasta la fecha nadie había sospechado
siquiera que las células del sistema inmunológico pudieran ser
el blanco de mensajes procedentes del sistema nervioso.
Para determinar con mayor precisión la importancia de estas
terminaciones nerviosas en el funcionamiento del sistema
inmunológico, Felten dio un paso más allá y llevó a cabo
diferentes experimentos con animales a los que extrajo algunos de
los nervios de los nódulos linfáticos y del bazo, en donde se
elaboran y almacenan las células inmunológicas, y luego les
inoculó varios virus para tratar de verificar la respuesta de su
sistema inmunológico. El resultado de esta investigación
constató un espectacular descenso en la respuesta inmunológica
frente al ataque vírico. La conclusión de Felten es que, a
falta de estas terminaciones nerviosas, el sistema inmunológico
es incapaz de responder como debiera ante una invasión vírica o
bacteriana. Así pues, en resumen, el sistema nervioso no sólo
está relacionado con el sistema inmunológico sino que cumple
con un papel esencial para que éste desempeñe adecuadamente su
función.
Otro factor fundamental en la relación existente entre las
emociones y el sistema inmunológico está ligado a las hormonas
liberadas en situaciones de estrés. Las catecolaminas
(epinefrina y norepinefrina, llamadas también adrenalina y
noradrenalina), el cortisol, la prolactina y los opiáceos
naturales (como, por ejemplo, la-endorfina y la encefalina) son
algunas de las hormonas liberadas en situaciones de tensión que
tienen una gran influencia sobre las células del sistema
inmunológico. Aunque las relaciones concretas existentes entre
estas hormonas y el sistema inmunológico resultan muy difíciles
de precisar, no cabe la menor duda de que su presencia entorpece
el adecuado funcionamiento de las células inmunológicas. El
estrés, por consiguiente, disminuye la resistencia
inmunológica, al menos de forma provisional, tal vez como una
estrategia de conservación de la energía necesaria para hacer
frente a una situación que parece amenazadora para la
supervivencia del individuo. Pero, en el caso de que el estrés
sea intenso y prolongado, la inhibición puede terminar
convirtiéndose en una condición permanente. ¿A partir del
momento en que se hizo evidente la relación entre el sistema
nervioso y el sistema inmunológico? los microbiólogos y otros
científicos en general han seguido descubriendo cada vez más
conexiones entre el cerebro, el sistema cardiovascular y el
sistema inmunológico.
LAS EMOCIONES TOXICAS: DA TOS CLINICOS
Pero, a pesar de tales pruebas, la inmensa mayoría de los
médicos siguen mostrándose renuentes a aceptar la relevancia
clínica de las emociones. Si bien es cierto que existen
numerosas investigaciones que demuestran que el estrés y las
emociones negativas debilitan la eficacia de distintos tipos de
células inmunológicas, no siempre queda claro que su alcance
establezca algún tipo de diferencia clínica.
Pero el hecho es que cada vez son más los médicos que reconocen
la incidencia de las emociones en el desarrollo de la enfermedad.
El doctor Camran Nezhat, eminente cirujano ginecológico de la
Universidad de Stanford, afirma que «cuando una mujer a quien
voy a intervenir quirúrgicamente me dice que tiene miedo,
postergo de inmediato la intervención», y luego prosigue
diciendo «todos los cirujanos saben que la gente muy asustada no
responde adecuadamente a una intervención quirúrgica, ya que
tienden a sangrar en exceso, son más propensos a las infecciones
y a las complicaciones y tardan más tiempo en recuperarse. Es
mucho mejor, por tanto, que el paciente se halle completamente
sereno».
Es evidente que el pánico y la ansiedad aumentan la tensión
arterial y que, en consecuencia, las venas dilatadas por la
presión sanguínea sangran más profusamente cuando son
seccionadas por el bisturí del cirujano. El sangrado excesivo
recordémoslo constituye una de las principales
complicaciones a las que se enfrenta toda intervención
quirúrgica, una complicación que a veces puede terminar
conduciendo hasta la misma muerte.
Pero más allá de estos datos anecdóticos cada vez es mayor la
información que subraya la importancia clínica de las emocines.
Es posible que los datos más convincentes al respecto procedan
de un metaanálisis que revisa los resultados de 101
investigaciones llevadas a cabo con miles de personas. Este
metaestudio
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confirma hasta qué punto resultan nocivas para la salud las
emociones perturbadoras « y demuestra que las personas que
sufren de ansiedad crónica, largos episodios de melancolía y
pesimismo, tensión excesiva, irritación constante, y
escepticismo y desconfianza extrema, son doblemente propensas a
contraer enfermedades como el asma, la artritis, la jaqueca, la
úlcera péptica y las enfermedades cardíacas (cada una de la
cuales engloba un amplio abanico de dolencias)». Las emociones
negativas son, pues, un factor de riesgo para el desarrollo de la
enfermedad, similar al tabaquismo o al colesterol en lo que
concierne a las enfermedades cardíacas. En resumen, pues, las
emociones negativas constituyen una seria amenaza para la salud.
Habría que matizar, por último, que la presencia de una amplia
correlación estadística no significa, en modo alguno, que todas
las personas que experimentan estos sentimientos crónicos
terminen siendo presa de alguna de estas enfermedades, pero la
evidencia del papel que desempeñan las emociones es, con mucho,
más amplia de lo que nos sugiere este metaestudio. Si prestamos
atención a los datos relativos a emociones concretas,
especialmente a las tres principales la ira, la ansiedad y
la depresión, no cabe la menor duda de la relevancia
clínica de las emociones, aun cuando los mecanismos biológicos
concretos mediante los cuales actúan todavía no hayan sido
completamente elucidados.
Cuando la ira resulta suicida
Un golpe lateral en su vehículo le llevó a emprender una
frustrante y estéril peregrinación. Primero tuvo que
cumplimentar tediosos formularios en la compañía de seguros y,
después de demostrar que la carrocería de su coche había
resultado seriamente dañada y que el responsable del accidente
era el conductor del otro vehículo, todavía tuvo que pagar 800
dólares. Después de aquel incidente llegó a sentirse tan mal
que el simple hecho de coger el coche bastaba para enojarle.
Finalmente se vio en la obligación de vender su automóvil.
Años más tarde, el mero recuerdo de aquella situación bastaba
para hacerle palidecer de rabia.
Este desagradable incidente forma parte de un estudio llevado a
cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford
sobre los efectos de la irritabilidad en los pacientes aquejados
de una enfermedad cardiaca. El objeto del estudio realizado
sobre sujetos que, al igual que el hombre que acabamos de
mencionar, habían padecido un ataque cardíaco era el de
averiguar el impacto del enfado sobre la actividad cardiaca. El
resultado fue sorprendente porque, en el mismo momento en que los
pacientes relataban los incidentes que les habían hecho sentirse
furiosos, la eficacia de su bombeo cardíaco (denominada
también, en ocasiones, «fracción de eyección») descendió un
5% y, en algunos casos, hasta el 7% o incluso más, un indicador
que los cardiólogos consideran un síntoma de isquemia del
miocardio, un peligroso descenso en la cantidad de sangre que
llega al corazón.
Este descenso en la eficacia del bombeo cardíaco no ha sido
constatado, en cambio, en presencia de otras sensaciones
perturbadoras, como la ansiedad, por ejemplo, ni tampoco durante
el ejercicio físico. El enojo, pues, parece ser una de las
emociones más dañinas para el corazón. Y eso que, según
relataron los afectados, el recuerdo del incidente problemático
no les enfurecía ni la mitad de lo que lo habían estado cuando
sucedió el incidente, un dato que demuestra que, en el curso de
la situación real, su corazón se hallaba mucho más afectado.
Este descubrimiento se inserta en un conjunto de pruebas mucho
más amplio extraído de una docena de estudios que subrayan el
efecto dañino del enfado para el corazón. El antiguo punto de
vista al respecto no aceptaba fácilmente que la personalidad
tipo A la persona que siempre tiene prisa y que padece una
elevada tensión sanguínea constituye un grave factor de
riesgo para las enfermedades cardíacas, pero los nuevos
descubrimientos realizados al respecto demuestran hoy que la
irritabilidad constituye un claro factor de riesgo.
Muchos de los datos de que disponemos sobre la irritabilidad
proceden de la investigación realizada por el doctor Redford
Williams de la Universidad de Duke. Por ejemplo, Williams
descubrió que los médicos que obtuvieron las puntuaciones más
elevadas en un test de hostilidad realizado cuando todavía eran
estudiantes mostraban, alrededor de los cincuenta años, un
índice de mortalidad siete veces mayor que quienes habían
obtenido puntuaciones más bajas. La tendencia al enfado
constituye, pues, un predictor mejor del índice de mortalidad
temprana que otros factores de riesgo tales como fumar, un nivel
elevado de tensión arterial o el índice de colesterol en la
sangre. Por su parte, las angiografías una operación en
la que se inserta un catéter en la arteria coronaria para
cuantificar sus posibles lesiones realizadas por el doctor
John Barefoot, de la Universidad de Carolina del Norte, ayudaron
a demostrar la existencia de una elevada correlación entre los
resultados del test de hostilidad y la gravedad de la lesión
coronaria.
Con ello no estamos afirmando en modo alguno que la irritabilidad
termine ocasionando una enfermedad coronaria, sino sólo que
constituye un factor de riesgo más que tener en cuenta.
Como me explicó Peter Kaufman, director interino del Behavioral
Medicine Branch of the National Heart. Lung, and Blood lnstitute:
«aún no estamos en condiciones de afirmar rotundamente que el
enfado y la
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hostilidad desempeñan un papel determinante en las primeras
fases del desarrollo de una enfermedad coronaría, si contribuyen
a intensificar el problema una vez que éste se ha manifestado o
ambas cosas a la vez.» Tengamos en cuenta que cada nueva
explosión de ira aumenta la frecuencia cardiaca y la tensión
arterial, forzando así al corazón a un sobreesfuerzo adicional
que, en el caso de repetirse asiduamente, puede terminar
resultando sumamente perjudicial, especialmente si consideramos
también que la fuerza del flujo sanguíneo que discurre por la
arteria coronaria a cada latido en estas circunstancias «puede
dar lugar a microdesgarros de los vasos sanguíneos, que
favorecen el desarrollo de la placa. En el caso de las personas
crónicamente enojadas, la aceleración habitual del ritmo
cardíaco y la elevada presión arterial pueden terminar
consolidando, en un período aproximado de treinta años, una
placa arterial que contribuya a la aparición de la enfermedad
coronaria».
Como lo demuestra el estudio de los recuerdos irritantes de este
tipo de enfermos, los mecanismos desencadenados por el enojo
afectan directamente a la eficacia del bombeo cardíaco, una
situación que convierte al enfado en un factor especialmente
nocivo para las personas que se hallan aquejadas de una
enfermedad coronaria. Un estudio realizado en la Facultad de
Medicina de Stanford sobre 1.110 personas que, tras padecer un
primer ataque cardíaco fueron sometidas a un seguimiento de más
de ocho anos. puso de manifiesto que la propensión a la
agresividad y a la irritabilidad aumenta el riesgo de sufrir
nuevos ataques. Este resultado fue confirmado posteriormente por
otra investigación realizada en la Facultad de Medicina de Yale
sobre 999 personas que habían sufrido un ataque cardíaco y que
también fueron sometidas a un seguimiento, esta vez de diez
años. El resultado de esta investigación demostró que las
personas especialmente susceptibles al enfado eran tres veces
más proclives y cinco veces mas, en el caso de que su
nivel de colesterol fuera también elevado a experimentar
un paro cardíaco que las personas más tranquilas.
No obstante, los investigadores de Yale señalan que la
irritabilidad no es el único factor que aumenta el riesgo de
muerte por enfermedad cardiaca, sino que también lo son las
emociones negativas intensas de todo tipo que regularmente
liberan hormonas estresantes en el torrente sanguíneo. Pero hay
que decir que, como demuestra un estudio realizado en la Facultad
de Medicina de Harvard en el que se pidió a más de mil
quinientas personas que habían sufrido un ataque al corazón que
describieran el estado emocional en que se hallaban en las horas
previas al ataque, la irritabilidad representa el caso más
evidente de la estrecha relac ión existente entre las emociones
y las enfermedades del corazón. Este estudio demostró que el
enfado duplica las probabilidades de que quienes sufren una
enfermedad del corazón experimenten un paro cardiaco, y que este
incremento del riesgo perdura hasta unas dos horas después de
que el enfado haya desparecido.
Pero este descubrimiento no implica que debamos tratar de
eliminar el enfado cuando éste resulte apropiado, puesto que
también existen pruebas de que su represión aumenta la
agitación corporal y la tensión arteriales Por otro lado, como
hemos visto en el capítulo 5, el hecho de expresar el enfado
contribuye a alimentarlo, haciendo más probable este tipo de
respuesta frente a cualquier situación problemática. En
opinión de Williams, la aparente paradoja existente entre el
hecho de expresar o no el enfado carece de toda importancia,
porque lo verdaderamente importante radica en la cronicidad o no
de este estado de ánimo. La expresión ocasional de la
hostilidad no resulta peligrosa para la salud; el problema surge
cuando la irritabilidad se hace tan constante como para
permitirnos adscribir al sujeto a un tipo de personalidad hostil,
un estilo personal anclado en la desconfianza y el escepticismo y
propenso a las críticas sarcásticas y humillantes, así como a
los accesos de mal humor. Pero el hecho es que la irritabilidad
crónica no supone necesariamente una sentencia de muerte sino
que, por el contrario, constituye un hábito y que, como tal,
puede ser modificado. En este sentido, resulta relevante el
resultado de un programa desarrollado en la Facultad de Medicina
de la Universidad de Stanford y dirigido a un grupo de pacientes
que habían sufrido un ataque cardíaco con la intención de
ayudarles a moderar las actitudes que les hacían proclives al
mal genio. Este entrenamiento en el control del enfado condujo a
una disminución del 44% en la incidencia de nuevos ataques
cardíacos en comparación con aquellos otros pacientes que no se
habían sometido a él. Otro programa concebido por Williams
arrojó resultados igualmente esperanzadores El programa de
Williams, al igual que el de Stanford, tiene por objeto enseñar
los rudimentos básicos de la inteligencia emocional,
especialmente en lo que concierne al desarrollo de la empatía y
a la atención a los síntomas menores del enfado apenas se
advierta su presencia. Este programa pide a los participantes que
hagan el esfuerzo decidido de anotar los pensamientos escépticos
u hostiles en el mismo momento en que se presenten. En el caso de
que éstos persistan, el sujeto debe tratar de interrumpirlos
diciendo (o pensando) «¡alto!» y, a continuación, debe tratar
de reemplazarlos por otros más positivos. En el caso, por
ejemplo, de que el ascensor se retrase, uno debería tratar de
buscar una explicación positiva en lugar de enojarse por la
falta de cuidado de la persona a quien uno supone responsable y,
por ejemplo, en lo que respecta a los encuentros interpersonales
frustrantes, los pacientes deben desarrollar la capacidad de ver
las cosas desde el punto de vista de la otra persona. La
empatía, en suma, constituye un auténtico bálsamo para el
enfado.
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Como me dijo Williams: «el antídoto más adecuado contra la
irritabilidad consiste en el desarrollo de una actitud más
confiada. Todo lo que se requiere es una motivación adecuada,
pero cuando las personas comprenden que su irritación puede
conducirles rápidamente a la tumba, se encuentran mucho más
predispuestas a intentarlo».
El estrés: la ansiedad desproporcionada e inoportuna
«Me sentía continuamente ansiosa y tensa, una situación que
empezó mientras estaba en el instituto y era una excelente
estudiante. Entonces comencé a preocuparme por las notas, los
horarios y la relación con los profesores y mis compañeros. Mis
padres me presionaban para que me esforzara todavía más y para
que me convirtiera en una estudiante modelo... Supongo que
entonces sencillamente me derrumbé ante tanta presión, porque
mis problemas digestivos comenzaron durante el último año de
instituto. Desde aquella época he tenido que evitar el café y
las comidas picantes. y cuando me siento inquieta o tensa, noto
como si el estómago me ardiera, y cada vez que estoy preocupada
siento náuseas ».
Según la experiencia científica disponible, es muy posible que
la ansiedad la angustia ocasionada por las presiones de la
vida sea la emoción que se halle más relacionada con el
inicio y el proceso de recuperación de una enfermedad. Desde un
punto de vista evolutivo, la ansiedad tal vez resultara útil
cuando cumplía con la función de predisponemos a afrontar
algún tipo de peligro, pero en la vida moderna suele
manifestarse de forma desproporcionada e inoportuna. En tal caso,
la angustia no constituye tanto una respuesta de activación ante
un peligro real como una reacción ante una situación cotidiana
o que no es más que el producto de nuestra imaginación. En este
sentido, los ataques repetidos de ansiedad constituyen un
indicador de un elevado nivel de estrés que, en casos como el
descrito en el párrafo anterior, son un ejemplo de la forma en
que la ansiedad y el estrés contribuyen a incrementar los
problemas médicos.
En 1993, la revista Archives of Internal Medicine publicó una
extensa investigación realizada por el psicólogo de Yale Bruce
McEwen, en la que refería las consecuencias de la relación
existente entre el estrés y la enfermedad, una relación que
compromete a la función inmunológica hasta el punto de acelerar
la metástasis, aumentar la vulnerabilidad ante las infecciones
víricas, incrementar la formación de placa que conduce a la
arteriosclerosis, acelerar la formación de trombos que pueden
causar un infarto de miocardio, fomentar la manifestación de la
diabetes de tipo I y el curso de la diabetes de tipo II, y
desencadenar o agravar los ataques de asma. El estrés también
puede contribuir a la ulceración del tracto gastrointestinal y a
empeorar los síntomas de la colitis ulcerosa y la inflamación
intestinal. Hasta el mismo cerebro, a largo plazo, es susceptible
a los efectos del estrés sostenido, incluyendo las lesiones del
hipocampo y afectando, en consecuencia, a la memoria. Según
McEwen: «cada vez hay más pruebas que demuestran que las
experiencias estresantes afectan directamente al sistema
nervioso». Los estudios realizados sobre enfermedades
infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes, proporcionan
una evidencia médica particularmente relevante a este respecto.
Continuamente nos hallamos expuestos a la acción de estos virus,
pero nuestro sistema inmunológico suele mantenerlos a raya,
excepto en aquellos momentos en los que el estrés emocional mina
nuestras defensas. Ciertos experimentos han demostrado que el
estrés y la ansiedad debilitan la fortaleza del sistema
inmunológico, aunque no queda suficientemente claro si el
alcance de esta merma tiene alguna relevancia clínica, es decir,
si resulta tan decisiva como para dejar expedito el camino a la
enfermedad. De hecho, la relación científica más evidente
existente entre el estrés y la ansiedad y la vulnerabilidad
clínica procede de las investigaciones prospectivas, es decir,
de aquellas investigaciones realizadas con personas sanas, en las
que se registra el aumento de la ansiedad y luego se observa si
se ha producido un debilitamiento del sistema inmunológico y la
posterior manifestación de la enfermedad.
Un estudio realizado por Sheldon Cohen, psicólogo de la
Universidad de Carnegie-Mellon, y otros científicos, en una
unidad especializada en resfriados situada en Sheffield,
Inglaterra, cuantificó la magnitud del estrés que experimentaba
la gente en sus vidas y luego los expuso sistemáticamente a la
acción del virus del resfriado. El hecho es que no todos los
sujetos expuestos al virus cayeron enfermos porque un sistema
inmunológico fuerte puede y así lo hace
continuamente resistirse a la acción del virus del
resfriado. El resultado del experimento demostró que cuanta más
tensión experimenta la persona en su vida cotidiana, mayor es su
predisposición a contraer un resfriado. Sólo el 27% de quienes
presentaban un bajo nivel de estrés contrajeron la enfermedad
después de haber sido expuestos a la acción del virus; cosa
que, por el contrario, ocurrió en el 47% de quienes tenían una
vida más estresante. Esta parece una prueba irrefutable de que
el estrés debilita el sistema inmunológico. (Hay que decir
también que ésta podría ser una de esas investigaciones que
confirma lo que todo el mundo sospechaba, una hipótesis elevada
ahora a la categoría de conclusión científica por el rigor
metodológico con que se ha realizado.)
Otro estudio similar, realizado, en este caso con matrimonios que
durante tres meses fueron sometidos a un seguimiento para
determinar los acontecimientos problemáticos a los que estaban
sujetos (como peleas
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matrimoniales, por ejemplo) demostró fehacientemente que tres o
cuatro días después de una disputa particularmente intensa,
contraían un resfriado o una infección de las vías
respiratorias. Este lapso suele ser, precisamente, el tiempo de
incubación de la mayor parte de los virus, sugiriéndonos que la
exposición a éstos mientras se hallaban preocupados y alterados
les volvió especialmente vulnerables. La misma pauta de
estrésinfección es aplicable también al virus del herpes
(tanto al que afecta a la zona de los labios como al genital).
Después de que una persona haya sido afectada por el virus,
éste permanece en el cuerpo en estado latente, manifestándose
tan sólo de manera ocasional. Si éste fuera el caso, el nivel
de anticuerpos en el torrente sanguíneo nos permite determinarla
y próxima incidencia del virus. Este indicador ha permitido
predecir la reactivación del virus del herpes en estudiantes de
medicina que deben afrontar los exámenes finales, en mujeres
recién separadas y en personas sometidas a la presión constante
de tener que cuidar a un familiar aquejado de la enfermedad de
Alzheimer. Otras investigaciones han demostrado que la ansiedad
no sólo provoca una disminución de la respuesta inmunológica
sino que también tiene efectos negativos sobre el sistema
cardiovascular.
Mientras la irritabilidad crónica y los episodios repetidos de
cólera parecen aumentar el riesgo de enfermedad coronaria en los
hombres, las emociones más letales para las mujeres son la
ansiedad y el miedo. Un estudio llevado a cabo en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Stanford sobre más de mil personas
que habían padecido un ataque al corazón demostró que las
mujeres que habían sufrido un segundo ataque presentaban un
elevado índice de miedo y ansiedad que, en la mayoría de los
casos, adoptaba la forma de fobias paralizantes que, tras el
primer ataque, las llevaba a dejar de conducir, abandonar el
trabajo y encerrarse en su casa. Los efectos fisiológicos
perniciosos que acompañan al estrés y la ansiedad mental
el tipo de estrés provocado por los trabajos en que uno se halla
sometido a una presión constante o a condiciones vitales
difíciles (como, por ejemplo, las que aquejan a las madres que
viven solas con sus hijos y tienen que arreglárselas para
trabajar y cuidar de su familia) están siendo estudiados
minuciosamente. Stephen Manuck, psicólogo de la Universidad de
Pittsburgh, llevó a cabo un experimento en el que sometió a
treinta voluntarios a condiciones de estrés mientras controlaba
la tasa en sangre de ATP (adenosintrifosfato, una sustancia
secretada por los trombocitos que es capaz de provocar cambios en
los vasos sanguíneos y ocasionar un ataque de apoplejía). El
experimento demostró que cuanto más intenso era el estrés
mayor era el nivel de ATP, así como el latido cardiaco y la
tensión arterial.
Es comprensible, pues, que los riesgos para la salud aumenten en
el caso de aquellos oficios cuyo desempeño exija un esfuerzo y
una eficacia extremos sin que el sujeto tenga la menor
posibilidad de controlar las condiciones de trabajo (una
situación que hace que los conductores de autobús, por ejemplo,
presenten un elevado índice de hipertensión arterial). En un
estudio llevado a cabo con 569 pacientes aquejados de cáncer
colorrectal en el que se utilizó un grupo de control similar,
quienes habían experimentado un deterioro manifiesto de sus
condiciones laborales durante los diez años anteriores
demostraron ser cinco veces y media más proclives a desarrollar
cáncer que aquéllos otros que no se hallaban sometidos al mismo
nivel de estrés. La importancia médica del estrés es tal que
las técnicas de relajación orientadas a reducir
directamente el grado de excitación fisiológica se están
utilizando clínicamente para aliviar los síntomas de numerosas
enfermedades crónicas (entre las que se incluyen, por citar
sólo unas pocas, las enfermedades cardiovasculares, ciertos
tipos de diabetes, la artritis, el asma, los desórdenes
gastrointestinales y el dolor crónico). El aprendizaje de la
relajación proporciona a los pacientes la ocasión de controlar
sus sensaciones y de evitar así un posible empeoramiento de su
condición debido al estrés y la angustia emocional.
El coste médico de la depresión
Años después de haber sido sometida a una intervención
quirúrgica para extirparle un tumor maligno se le detectó una
metástasis en el pecho. Su médico ya no le habló de curación
y le dijo que la quimioterapia sólo prolongaría como
mucho unos pocos meses más su vida. Comprensiblemente, se
sumió en una profunda depresión y siempre que acudía al
oncólogo acababa estallando en lágrimas. Sin embargo, la única
respuesta que recibía del facultativo cada vez que esto ocurría
era pedirle que abandonara la consulta.
Dejando de lado el daño motivado por la desconsiderada actitud
del oncólogo ¿tenía acaso alguna relevancia clínica el hecho
de que éste no supiera relacionarse con el desconsuelo de su
paciente? A partir del momento en que una enfermedad alcanza ese
grado de virulencia no parece probable que las emociones puedan
tener algún tipo de efecto apreciable en su desarrollo. Aunque
es evidente que la cualidad de los últimos meses de vida de esta
mujer se vio ensombrecida por la depresión, todavía no está
claro el efecto de la tristeza sobre el curso del cáncer. Pero
el hecho es que hay muchas investigaciones que apuntan a la
conclusión de que la depresión desempeña un papel relevante en
otras condiciones clínicas, especialmente en lo que concierne a
la fase de empeoramiento de la enfermedad. Cada vez es mayor la
evidencia de que los pacientes deprimidos que se hallan aquejados
de una enfermedad grave también deberían recibir tratamiento
para su depresión.
p. 115
Una de las complicaciones que conlleva el tratamiento de la
depresión es que sus síntomas, entre los que se incluye el
letargo y la pérdida de apetito, suelen confundirse con los
síntomas de otras enfermedades, especialmente en el caso de que
sean tratados por médicos que tengan poca experiencia en el
diagnóstico psiquiátrico. Y esa incapacidad para diagnosticar y
tratar la depresión que puede acompañar a una enfermedad grave
(como ocurría en el caso de la mujer aquejada de cáncer de
mama) puede constituir, en si misma, un riesgo añadido para su
desarrollo.
Doce de los trece pacientes aquejados de depresión que formaban
parte de un grupo de cien que habían sido sometidos a un
trasplante de médula ósea fallecieron antes del primer año,
mientras que 34 de los 87 restantes todavía seguían con vida
dos años después. Por otra parte, la probabilidad de que los
pacientes aquejados de insuficiencia renal crónica que eran
sometidos a diálisis y a quienes se había diagnosticado una
depresión mayor falleciera en los dos años posteriores era
mucho mayor que la de aquellos otros que no estaban deprimidos,
un hecho que demuestra que la depresión es un mejor predictor
que cualquier otro síntoma clínico. Pero la vía que conecta la
emoción con la condición médica no es biológica sino
actitudinal; dicho de otro modo, los pacientes depresivos están
menos predispuestos a colaborar con el tratamiento y pueden
mentir sobre la dieta, lo cual, obviamente, les expone a un
riesgo todavía mayor.
La depresión también parece tener cierta incidencia sobre las
enfermedades cardiacas. En un estudio realizado con 2.832
personas de mediana edad que fueron sometidas a un seguimiento de
doce años, quienes experimentaban una sensación de permanente
abatimiento y desesperación presentaban una tasa más elevada de
mortalidad debida a enfermedades cardíacas y en el 3% de los
casos aquejados de una depresión mayor, esa tasa era cuatro
veces superior.
La depresión parece suponer un riesgo médico especialmente
grave para los supervivientes de un ataque cardíaco. En una
investigación realizada en un hospital de Montreal, los
pacientes deprimidos que fueron dados de alta después de haber
padecido un primer ataque al corazón presentaron un índice de
mortalidad muy elevado durante los seis meses siguientes. La tasa
de mortalidad de uno de cada ocho pacientes de los mas seriamente
deprimidos de ese estudio era cinco veces superior a la de otros
pacientes aquejados de una enfermedad similar, un factor de
riesgo tan importante como las principales causas de muerte por
ataque cardiaco, como la disfunción del ventrículo izquierdo o
la existencia de un historial previo en este sentido. Uno de los
posibles mecanismos que explicaría esta situación es que la
depresión incide directamente en la variabilidad del latido
cardíaco, incrementando así el riesgo de arritmias fatales.
También se ha constatado que la depresión puede obstaculizar el
proceso de recuperación de las fracturas de cadera. En un
determinado estudio llevado a cabo con varios miles de ancianas
aquejadas de este tipo de lesión, todas ellas fueron objeto de
un diagnóstico psiquiátrico en el momento de ingresar en el
hospital. Las que fueron diagnosticadas de depresión no sólo
permanecieron ingresadas una media de ocho días más que
aquéllas otras que padecían lesiones similares pero que no
presentaban ningún síntoma de depresión, sino que tan sólo un
tercio de ellas logró volver a caminar de nuevo. Por su parte,
las mujeres deprimidas que, además de la atención médica
correspondiente, recibieron ayuda psiquiátrica para tratar de
superar su depresión, necesitaron menos fisioterapia para poder
volver a caminar y tuvieron menos reingresos en los tres meses
posteriores a que se les diera el alta que aquellas otras que no
recibieron ningún tipo de tratamiento psicológico.
Otro estudio demostró que uno de cada seis pacientes cuya
condición física era tan calamitosa que se hallaban entre el
10% de personas que más recurrían a los servicios médicos
(porque estaban afectados de diversas dolencias como, por
ejemplo, la diabetes y la enfermedad cardiaca) se hallaba
aquejado de una depresión grave. Y, cuando estos pacientes
recibieron atención psicológica, el número de días al año
que estuvieron de baja descendió de 79 a 51 en quienes estaban
aquejados de depresión mayor y de 62 a 18 días en quienes
sufrían una depresión moderada.
LOS BENEFICIOS CLINICOS DE LOS SENTIMIENTOS POSITIVOS
No cabe duda, pues, de los efectos nocivos de la
irritabilidad, la ansiedad y la depresión. La ansiedad y la
irritabilidad crónicas vuelven a las personas más susceptibles
a la acción de un amplio abanico de enfermedades, y aunque la
depresión no constituya la causa directa de la enfermedad, sí
que parece interferir, en cambio, en el curso de su recuperación
y aumentar el riesgo de mortalidad, especialmente en el caso de
los pacientes aquejados de enfermedades graves.
Pero si las diversas formas de la angustia emocional crónica
pueden llegar a ser nocivas, la gama opuesta de emociones puede
ser, hasta cierto punto, tonificante. Pero con ello no estamos
diciendo que las emociones positivas sean curativas ni que la
risa o la felicidad puedan, por sí solas, invertir el curso de
una
p. 116
enfermedad grave. Su efecto tal vez sea muy sutil pero los
estudios realizados sobre miles de personas no dejan lugar a duda
sobre el papel que desempeñan las emociones positivas en el
conjunto de variables que afectan al curso de una enfermedad.
El coste del pesimismo y las ventajas del optimismo
El pesimismo al igual que la depresión tiene su
precio, mientras el optimismo, por el contrario, supone
considerables ventajas.
Un estudio evaluó el grado de optimismo o pesimismo de ciento
veintidós hombres que habían sufrido un primer ataque cardiaco.
Ocho años más tarde, veintiuno de los veinticinco más
pesimistas habían muerto, mientras que sólo habían fallecido
seis de los veinticinco más optimistas. Este estudio pone de
relieve la importancia de la actitud mental que se ha revelado
como un mejor predictor de supervivencia que otros factores
clínicos (como el daño físico experimentado por el corazón en
ese primer ataque, el infarto, la tasa de colesterol o la
tensión arterial). Otra investigación demostró que los
pacientes más optimistas que habían sufrido una operación de
bypass arterial se recuperaban mucho antes y sufrían menos
complicaciones, tanto durante como después de la intervención,
que los más pesimistas. La esperanza, al igual que su pariente
cercano el optimismo, también constituye un factor curativo. En
este sentido, las personas esperanzadas se muestran
comprensiblemente más capaces de superar los retos que les
presente la vida, incluyendo los problemas mentales. En un
estudio realizado entre personas paralizadas por una lesión en
la espina dorsal, las más esperanzadas tenían una mayor
movilidad física que aquéllas otras aquejadas de la misma
incapacidad pero que se sentían desesperanzadas. La esperanza
resulta especialmente relevante en el caso de las parálisis por
lesiones de la médula espinal, ya que este tipo de tragedia
clínica suele aquejar a jóvenes que han sufrido un accidente
automovilístico y que tendrán que permanecer en esta penosa
condición durante el resto de su vida. El modo en que la persona
reacciona emocionalmente ante este hecho tiene profundas
consecuencias en el esfuerzo que realice para mejorar su
funcionalidad física y social. Existen muchas posibles
explicaciones de las importantes consecuencias de una actitud
pesimista u optimista sobre la salud. Una hipótesis sostiene que
el pesimismo aboca a la depresión y que ésta, a su vez, afecta
a la resistencia del sistema inmunológico frente a las
infecciones y los tumores. Pero ésta no es más que una
especulación que, hasta la fecha, no se ha podido comprobar.
Otra teoría afirma que la persona pesimista es incapaz de
cuidarse a si misma y, en relación con esto, se aducen estudios
que demuestran que los pesimistas fuman y beben más y hacen
menos ejercicio que los optimistas, es decir, que tienen hábitos
más perjudiciales para la salud. Tal vez un día descubramos que
la fisiología de la esperanza supone una ventaja biológica en
la lucha del cuerpo contra la enfermedad.
Con la ayuda de mis amigos: el valor clínico de las
relaciones interpersonales
Habría que añadir, por un lado, el aislamiento a la lista de
riesgos emocionales para la salud y decir, por el otro, que los
vínculos emocionales constituyen un elemento protector. Los
estudios realizados a lo largo de dos décadas sobre más de
treinta y siete mil sujetos han demostrado que el aislamiento
social la sensación de que uno no tiene a nadie con quien
compartir sus sentimientos o mantener cierta intimidad
duplica las probabilidades de contraer una enfermedad y de morir
Según un informe publicado en Science en 1987, el aislamiento
«tiene la misma incidencia en la tasa de mortalidad que el
tabaco, la tensión arterial elevada, el alto nivel de
colesterol, la obesidad y la falta de ejercicio físico». El
tabaquismo multiplica por 1,6 veces el riesgo de mortalidad
mientras que el aislamiento social lo duplica, convirtiéndolo
así, a todas luces, en un importantísimo factor de riesgo para
la salud. Los hombres, por otra parte, soportan peor el
aislamiento que las mujeres. En este sentido, los hombres
solitarios son de dos a tres veces más propensos a morir que
quienes mantienen estrechos lazos con los demás mientras que, en
lo que respecta a las mujeres solitarias, este riesgo es sólo
una vez y media superior al de las mujeres más sociables. Esta
diferencia en el impacto que tiene la soledad sobre las mujeres y
sobre los hombres puede radicar en que aquéllas tienden a
establecer relaciones emocionalmente más próximas que éstos y
que, tal vez por ello, no precisen de la misma cantidad de
relaciones que los hombres.
Soledad, no obstante, no significa aislamiento. Son muchas las
personas que viven retiradas o que tienen muy pocos amigos y que,
en cambio, se sienten satisfechas y gozan de una salud excelente.
El aislamiento que implica un riesgo clínico consiste en la
sensación subjetiva de desarraigo y de no tener a nadie a quien
recurrir. Y esta situación resulta terrible en la moderna
sociedad urbana por el creciente aislamiento producido por la
televisión y por el declive de los hábitos sociales (como
pertenecer a una
p. 117
asociación o visitar a los amigos) y confiere un valor añadido
a grupos de autoayuda tales como Alcohólicos Anónimos u otras
comunidades similares.
El estudio que hemos mencionado anteriormente sobre cien
pacientes que habían sufrido un trasplante de médula ósea
también demostró el poder del aislamiento como factor de
mortalidad y. en cambio, el valor curativo de las relaciones
próximas El 54% de los pacientes de este estudio que sentían
que contaban con el apoyo emocional de su esposa, su familia o
sus amigos, seguían viviendo al cabo de dos años, cosa que
sólo ocurría en el 20% de quienes se sentían emocionalmente
desamparados. De modo similar, los ancianos que han sobrevivido a
un ataque cardiaco y cuentan con dos o más personas que les
proporcionan consuelo emocional tienden a vivir un año más que
quienes carecen de este apoyo. Quizás el testimonio más
elocuente del potencial curativo de las relaciones emocionales
nos lo proporcione una investigación realizada en Suecia y
publicada en l993. Esta investigación ofreció a todos los
hombres que habitaban en la ciudad sueca de Góteborg nacidos en
1933, un examen médico gratuito. Siete años más tarde se
contactó nuevamente con los 752 hombres que habían acudido al
reconocimiento y se comprobó que 41 de ellos habían fallecido.
Quienes habían declarado estar sometidos a un intenso estrés
emocional mostraron un promedio de mortalidad tres veces superior
a quienes habían manifestado que sus vidas eran plácidas y
tranquilas. La ansiedad emocional estaba causada por cuestiones
diversas, como las dificultades financieras, la inseguridad
laboral, el paro, los procesos judiciales o el divorcio. E I
hecho de haber sufrido tres o más de estos problemas en el año
anterior a que se efectuara el primer examen demostró ser un
predictor de la mortalidad más poderoso durante el
período de los siete años siguientes que otro tipo de
indicadores clínicos como la tensión arterial elevada, la
excesiva concentración de triglicéridos en la sangre o el alto
nivel de colesterol.
Sin embargo, entre los hombres que afirmaron que contaban con una
estrecha red de relaciones esposa, amigos íntimos,
etcétera no existía ninguna relación entre el nivel de
estrés y el índice de mortalidad. Contar con personas en
quienes confiar y con las que poder hablar, personas que puedan
ofrecernos consuelo, ayuda y consejo, nos protege del impacto
letal de los traumas y los contratiempos de la vida.
La cualidad de las relaciones, así como su frecuencia, parecen
ser la clave para reducir el nivel de estrés. Las relaciones
negativas tienen un precio muy elevado; las discusiones
conyugales, por ejemplo, inciden negativamente en el sistema
inmunológico y, como demuestra un estudio realizado entre
compañeros de clase, cuanto mayor era el rechazo entre ellos,
mayor era también la predisposición a resfriarse, a contraer la
gripe y a acudir al médico. En opinión de John Cacioppo, el
psicólogo de la Universidad Estatal de Ohio que llevó a cabo
este estudio, «las relaciones más importantes de nuestras vidas
y las que más incidencia parecen tener sobre la salud son las
que mantenemos con las personas con quienes convivimos
cotidianamente. Las relaciones más significativas son las que
más importancia tienen para nuestra salud»
El poder curativo del apoyo emocional
En Las intrépidas aventuras de Robin Hoad, Robin advierte a un
joven simpatizante: «habla libremente y revélanos tus cuitas El
fluir de las palabras apacigua el corazón de quien sufre; es
como abrir las compuertas cuando el embalse amenaza con
desbordarse».
Este retazo de sabiduría popular refleja el hecho de que
descubrir nuestros sentimientos constituye una excelente medicina
para el corazón apesadumbrado. La corroboración científica del
consejo de Robin nos la proporciona James Pennebaker, psicólogo
de una Universidad Metodista del Sur, quien ha demostrado
experimentalmente el efecto beneficioso que conlleva hablar de
los problemas que más nos preocupan. El método utilizado por
Pennebaker es muy sencillo y consiste en pedir a la persona que
dedique quince o veinte minutos cada día, durante cinco días, a
escribir acerca de «la experiencia más traumática de toda su
vida» o de alguna otra situación presente que le resulte
especialmente apremiante. Tampoco es preciso que muestre luego a
nadie el contenido del escrito puesto que, si la persona lo
desea, puede mantenerlo completamente en secreto.
El efecto manifiesto de esta especie de confesión resultó
sorprendente, ya que fortaleció la función inmunológica,
provocó un descenso significativo en la frecuencia de visitas a
los centros de salud durante los seis meses posteriores,
disminuyó el absentismo laboral e incluso mejoró la función
enzimática del hígado.
Del mismo modo, aquellas personas cuyos relatos mostraban más
sentimientos angustiosos también lograban mejorar el
funcionamiento de su sistema inmunológico. Este estudio ha
demostrado que la pauta «mas saludable» de exteriorización de
los sentimientos problemáticos comienza cargada de tristeza,
ansiedad, irritabilidad o cualquier otro tipo de sentimiento
implicado y, a lo largo de los días siguientes, prosigue
estableciendo un hilo narrativo que permite dar algún sentido al
trauma o al problema en cuestión.
p. 118
Es evidente que este proceso es equivalente a lo que ocurre en
ciertos tipos de psicoterapia. De hecho, el resultado de la
investigación de Pennebaker explica también la manifiesta
mejora clínica de aquellos pacientes que reciben un tratamiento
psicoterapéutico adicional frente a quienes sólo son objeto de
tratamiento médico. Es muy posible que la demostración más
palpable de la incidencia clínica del apoyo emocional nos la
proporcione un estudio realizado en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Stanford con mujeres aquejadas de metástasis
avanzada de cáncer de mama. Todas las mujeres que participaban
en la investigación habían sido sometidas a algún tipo de
tratamiento frecuentemente quirúrgico, tras el cual
habían experimentado una grave recaída. Clínicamente hablando,
era sólo cuestión de tiempo que el cáncer acabara con sus
vidas. El resultado de esta investigación sorprendió a toda la
comunidad médica, comenzando por el mismo doctor David Spiegel,
el director del estudio, ya que puso de manifiesto que las
pacientes que habían recibido apoyo psicológico sobrevivieron
el doble de tiempo que aquéllas otras que afrontaron a solas la
enfermedad Todas las mujeres recibieron el mismo tratamiento
médico y la única diferencia consistía en que algunas de ellas
acudían, además, a grupos de encuentro en los que podían
sincerarse con otras mujeres que comprendían perfectamente sus
problemas y que estaban dispuestas a escuchar sus penas, sus
miedos y su impotencia. Éste solía ser el único lugar en el
que podían manifestar abiertamente sus emociones porque las
personas con quienes convivían tenían miedo a hablar del
cáncer y de la inminencia de la muerte. Las mujeres que
asistieron a los grupos vivieron un promedio de diecinueve meses
más que las otras, lo cual supone un incremento de la esperanza
de vida en este tipo de pacientes superior al de cualquier
tratamiento médico. Como me dijo el doctor Jimmie Holland,
psiquiatra y director del servicio de oncología del Memorial
Hospital de Sloan-Kettering, un centro para el tratamiento del
cáncer situado en la ciudad de Nueva York: «todos los pacientes
afectados por el cáncer deberían participar en este tipo de
grupos». En este sentido deberíamos tomar ejemplo de las
compañías farmacéuticas, que no dudan en invertir todos los
esfuerzos necesarios para desarrollar un nuevo fármaco una vez
que ha demostrado su eficacia para alimentar la esperanza de vida
de los enfermos.
PROMOVER UNA ATENCION MÉDICA EMOCIONALMENTE
INTELIGENTE
El día en que un chequeo rutinario reveló rastros de sangre
en mi orina, el médico me sometió a unas pruebas analíticas en
las que se me inyectó un isótopo radioactivo. Yo estaba
recostado en la camilla mientras un aparato de rayos X iba
radiografiando el recorrido de la substancia radioactiva a
través de mis riñones y vejiga. Asistí a la prueba con un
amigo íntimo también médico que había venido de
visita y se ofreció a acompañarme. Mi amigo permaneció sentado
en la habitación mientras el aparato de rayos X iba
desplazándose automáticamente por un carril, girando de un lado
a otro y tomando imágenes desde todos los ángulos.
El examen duró cerca de hora y media y, cuando estaba a punto de
terminar, el nefrólogo entró apresuradamente en la habitación,
se presentó y desapareció de nuevo a toda prisa para estudiar
las radiografías obtenidas.
Luego mi amigo y yo nos dirigimos a su consulta. Yo todavía
estaba algo confuso y aturdido por la prueba y carecía de la
suficiente presencia de ánimo como para consultar las dudas que
me habían acosado durante toda la mañana. Pero mi compañero
silo hizo:
Doctor dijo, el padre de mi amigo murió de cáncer
de vejiga y él está ansioso por saber si la radiografía ha
detectado algún síntoma de cáncer.
Nada anormal fue la lacónica respuesta que nos espetó el
especialista antes de precipitarse a atender a la siguiente cita.
La impotencia que experimenté para plantear una cuestión que
tanto me interesaba se repite a diario miles de veces en los
hospitales y las clínicas de todo el mundo. Una investigación
realizada sobre los pacientes que aguardan en las salas de espera
reveló que cada persona tiene una media de tres preguntas que
hacer al médico que va a visitar. No obstante, al abandonar la
consulta sólo ha logrado plantear la mitad de sus dudas. Este
hecho demuestra que la medicina actual soslaya de pleno una de
las principales necesidades emocionales de los pacientes, ya que
las preguntas sin respuesta generan dudas, miedos e impotencia, y
así despiertan todo tipo de resistencias a emprender
tratamientos que no logran comprender.
La medicina debería ampliar su perspectiva sobre la salud hasta
llegar a englobar la realidad emocional de los pacientes.
Por ejemplo, en la rutina médica habitual se podría incluir una
información detallada que permitiera al paciente adoptar con
mayor conocimiento las decisiones más adecuadas. En la
actualidad existen servicios telefónicos informatizados que
ofrecen al consultante información médica relativa a su caso,
lo cual les permite
p. 119
contar con suficientes elementos como para comprender, en la
medida de lo posible, las decisiones tomadas por sus pacientes.
También existen programas que enseñan a los pacientes a
plantear las preguntas que más les interesen para que no se dé
el caso de que abandonen la consulta con las mismas dudas con las
que entraron en El período que precede a una intervención
quirúrgica o a un análisis intrusivo o doloroso está cargado
de tensión y ansiedad para el paciente y, por tanto, constituye
una oportunidad inestimable para abordar las dimensiones
emocionales del problema.
Existen hospitales que han desarrollado programas preoperatorios
que ayudan a los pacientes a mitigar sus temores y a asumir de
buen grado las posibles molestias, enseñándoles técnicas de
relajación, respondiendo adecuadamente a las dudas que pueda
suscitarles la intervención y relatándoles anticipadamente sus
ventajas una vez se hayan restablecido Los pacientes que reciben
este tipo de tratamiento emocional se recuperan de la
intervención quirúrgica entre dos y tres días antes que el
resto. Para algunos pacientes la mera hospitalización puede
constituir una experiencia de aislamiento y desamparo No obstante
hoy en día existen algunos hospitales que han comenzado a
ofrecer a los familiares la Posibilidad de acompañar al enfermo,
cocinar para él y cuidarle como si estuviera en casa, un
verdadero paso adelante en la dirección correcta que,
Paradójicamente tan frecuente resulta en los países del Tercer
Mundo. La enseñanza de la relajación también puede ayudar a
que el paciente aprenda a relacionarse con la angustia que le
producen los síntomas de la enfermedad así como con las
emociones que éstos pueden llegar a provocarle, e incluso a
magnificicarla. Un modelo ejemplar en este Sentido nos lo
proporciona la Clínica para la Reducción del estrés, dirigida
por Ion KabatZinn sita en el Centro Médico de la Universidad de
Massachusetts, que ofrece a los pacientes un curso de diez
semanas de duración sobre yoga y desarrollo de la atención. El
objetivo de este programa apunta a que el paciente tome
conciencia de sus emociones y cultive cotidianamente la
relajación profunda Algunos hospitales han elaborado también
vídeos pedagógicos al respecto que pueden contemplarse en las
salas de estar del hospital una dieta emocional más provechosa
para las personas con los intrascendentes culebrones de la
televisiones, alicientes que la relajación y el yoga también
forman parte integral de un innovador programa desarrollado por
el doctor Dean Ornish para el tratamiento de las enfermedades
cardíacas Después de un año de participación en el programa
que incluía una dieta baja en grasas. los pacientes
cuya condición cardiovascular era tan grave como para requerir
un bypass lograron revertir la formación de la placa arterial En
opinión de Omish el adiestramiento en las técnicas de
relajación constituye una parte fundamental de su programa que,
al igual que ocurre con el programa de Kabat Zinn trata de sacar
partido de lo que el doctor Herbert Benson denomina la
«respuesta de relajación» el opuesto fisiológico de la tensa
excitación que tanta incidencia tiene en un abanico tan amplio
de condiciones clínicas.
Debemos destacar también, por último, la importancia médica
que supone la presencia de una enfermera o de un doctor emotivos
y atentos a sus pacientes, capaces tanto de escuchar como de
hacerse oír. Esto implica el cultivo de una «atención médica
centrada en la relación» y el reconocimiento de que la
relación entre médico y paciente constituye un factor
extraordinariamente significativo para el buen curso de la
enfermedad. Esta relación se vería fomentada más ampliamente
si en la formación de los futuros médicos se incluyera el
conocimiento de algunos rudimentos básicos de la inteligencia
emocional, especialmente la toma de conciencia de uno mismo y las
habilidades de la empatía y la escucha.
HACIA UNA MEDICINA QUE CUIDE A SUS PACIENTES
Pero estas medidas no son más que el principio. Para que la
medicina llegue realmente a ampliar su visión hasta llegar a
reconocer el verdadero impacto de las emociones debemos tener
bien presentes las principales implicaciones de los
descubrimientos científicos realizados en este sentido.
.Una de las medidas preventivas más eficaces consiste en ayudar
a que la persona gobierne mejor sus sentimientos perturbadores
(como el enfado, la ansiedad, la depresión, el pesimismo y la
soledad). Los datos que nos proporciona la investigación ponen
de relieve que la toxicidad de las emociones negativas crónicas
es equiparable a la ocasionada por el tabaquismo. Es por ello por
lo que ayudar a que la gente domine mejor estas emociones
comporta un beneficio médico potencial tan importante como
lograr que un fumador empedernido abandone su hábito. Un modo de
alcanzar este objetivo sería comenzar a tomar conciencia de los
saludables efectos preventivos de la educación infantil en los
rudimentos básicos de la inteligencia emocional para que, por
así decirlo, se conviertan en hábitos que perduren durante el
resto de la vida. Otra estrategia preventiva muy beneficiosa
consistiría en enseñar a los jubilados a controlar sus
emociones, ya que el bienestar emocional es un factor
determinante de la prontitud con que el anciano envejece o se
mantiene en forma. Un tercer objetivo beneficiaria a lo que
podríamos denominar grupos de población de alto riesgo, es
decir a los indigentes, las madres trabajadoras, los residentes
en barrios con un alto índice de criminalidad, etcétera. Todos
aquéllos, en suma, que se hallan sometidos cotidianamente a una
p. 120
gran presión podrían aprovecharse de las ventajas médicas que
supone el dominio de las complicaciones emocionales provocadas
por el estrés.
Muchos pacientes podrían beneficiarse si, además del
tratamiento estrictamente médico, recibieran también atención
psicológica. Siempre que una enfermera o un médico consuelan y
reconfortan a un paciente angustiado se está dando un importante
paso hacia el logro de una atención médica más humanizada.
Pero todavía nos quedan muchos pasos por dar en este sentido.
Con demasiada frecuencia, en la medicina actual el cuidado
emocional del paciente no es más que una frase vacía. A pesar
de la ingente cantidad de investigaciones que subrayan la
conexión existente entre el cerebro emocional y el sistema
inmunológico, y la importancia de considerar las necesidades
emocionales de los pacientes todavía hay demasiados médicos que
siguen mostrándose reacios a aceptar que las emociones de sus
pacientes puedan tener alguna relevancia clínica, y siguen
rechazando estas pruebas como si tuvieran un carácter meramente
anecdótico, trivial, «marginal» o, peor aún, como el producto
de la exageración promovida por unos cuantos investigadores que
sólo buscan promocionarse.
Aunque cada día hay más pacientes que aspiran a disfrutar de
una medicina más humana, lo cierto es que ésta se halla
peligrosamente amenazada. Con esto no estoy diciendo que no haya
enfermeras y médicos entregados que brinden a sus pacientes una
atención sensible y compasiva, sino que la nueva cultura médica
depende cada vez más de los imperativos comerciales y está
propiciando una situación en la que este tipo de atención es un
bien cada vez más escaso.
También deberíamos considerar las ventajas económicas de una
medicina más humana. Como sugieren las investigaciones que hemos
citado, el tratamiento de la angustia emocional de los pacientes
que previene o retarda el brote de la enfermedad, al tiempo
que acelera el proceso de recuperación supondría un
considerable ahorro en el presupuesto destinado a gastos
sanitarios. En este sentido recordemos el estudio realizado con
ancianas que se habían fracturado la cadera llevado a cabo en la
Facultad de Medicina de Monte Sinaí, de la ciudad de Nueva York
y en la Universidad del Noroeste, un estudio que demostraba que a
las pacientes que recibieron terapia adicional contra la
depresión se les daba de alta un promedio de dos días antes que
al resto, lo cual supone el considerable ahorro de 97.361
dólares por cada cien pacientes. Este tipo de atención también
logra que el enfermo se sienta mas satisfecho con su médico y
con el tratamiento que se le administra. En el mercado médico de
nuevo cuño, en el que los pacientes tendrán la posibilidad de
elegir entre diferentes planes de salud, el grado de
satisfacción de éste formará también parte integral de esta
decisión, puesto que las experiencias desagradables pueden
llevar a los pacientes a buscar atención médica en otra parte,
mientras que, por su parte, las experiencias positivas se
traducen en fidelidad.
Cabe añadir, por último, que la ética médica debería
promover este tipo de enfoque. Un editorial del Journal of the
American Medical Association sobre un informe que subrayaba que
la depresión quintuplica la posibilidad de un desenlace fatal
tras haber experimentado un ataque cardiaco, destacaba que:
«dada la manifiesta evidencia de que factores psicológicos
tales como la depresión y el aislamiento social suponen un
importante riesgo añadido para los pacientes aquejados de una
enfermedad coronaria, sería una grave falta de ética dejar sin
tratar este tipo de factores».
Si los descubrimientos realizados sobre la relación existente
entre las emociones y la salud tienen algún sentido, éste seria
el de poner en evidencia la inadecuación de un planteamiento que
suele descuidar la forma en que se siente la gente en su lucha
contra la enfermedad grave o crónica. Ya ha llegado el momento
en que la medicina saque provecho de la relación existente entre
la emoción y la salud, de modo que lo que hoy es una excepción
termine convirtiéndose en una regla general de la práctica
médica futura. Es así como podremos terminar humanizando la
medicina y, al mismo tiempo, potenciando la velocidad de la
recuperación de algunos pacientes. «La compasión, que no se
limita a sostener la mano ajena como escribe un paciente en
una carta abierta a su cirujano, es una medicina
excelente».